Sociedad

Tarzán

Cuando se reconoce la naturaleza sintiente y emocional de los animales, cambia la sentimentalidad hacia ellos.

No hace falta ser animalista para disfrutar con la compañía de un perro.
Wasilis Aswestopoulos / Efe

Defender los derechos de los animales no hace más compasivas a las personas, como no las hace más crueles sacrificar reses en un matadero o en un coso taurino. En este sentido, es oportuno saber que las primeras leyes de protección de los animales fueron obra de la Alemania nazi. Su aplicación permitía enviar a campos de concentración a quienes practicaran la vivisección. Sin embargo, cuando se reconoce la naturaleza sintiente y emocional de otras especies, cambia la sentimentalidad hacia ellas.

Así lo percibo yo al evocar a un perro que vivía en Luna, el pueblo de mi madre, donde pasé algunas largas vacaciones infantiles, la mayor parte del tiempo jugando al fútbol y viviendo mil aventuras con mi hermano Ramón, mi primo José Manuel y el perro Tarzán, el favorito de mis tíos cazadores, el príncipe que iba a suceder a Canelo o a Trabuco, no me acuerdo. Y tampoco recuerdo si uno de ellos era su padre. De haber sido animalista entonces, no lo habría olvidado.

Ahora entiendo mejor a Tarzán y a Linda, su madre, que nos acompañaba, pero más a su aire. El primero siempre se comía entre pan y pan todas las bolas de pimienta de nuestros bocadillos de salchichón y salía disparado por la picazón. Linda, en cambio, nunca aceptó ese bocado perverso. Tarzán era un animal noble, empático y despierto, pero aún muy joven, inexperto y confiado. Quizás por todo eso se cree que alguien lo secuestró en una de sus escapadas por los aledaños del pueblo y no se supo más de él. También diré que aquellos mocosos con los que jugaba, pese a que no se tenían por animalistas, nunca han dejado de echar de menos su compañía.

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