El Colegio de Abogados de Zaragoza, un bien social

El Colegio de Abogados de Zaragoza, un bien social
El Colegio de Abogados de Zaragoza, un bien social
Lola García

En el siglo XIII, los monjes agustinos trajeron a Zaragoza su devoción al obispo de Hipona, pensador de primer orden, y a otros santos concomitantes, como su madre, santa Mónica. Sus nombres siguen en el viario de Zaragoza, rememorando antiguos establecimientos religiosos. 

El Convento de San Agustín, cuyos restos ocupa el Centro de Historias, fue un baluarte durante los Sitios. Paisanos y militares defendieron su púlpito heroicamente, hecho famoso por un óleo de gran tamaño (más de cuatro metros) que pintó Álvarez Dumont en 1887.

Uno de los santos de devoción agustina fue el jurista san Ivo Hélory. Dedicó sus últimos años a la asistencia legal gratuita de los menesterosos. En 1399 ya existía una hermandad de los abogados de Zaragoza que lo tenía por protector. De ello deriva que su Colegio Oficial esté conmemorando el 625º aniversario. La corporación de tan venerable edad es la más antigua en la abogacía de España y la única que lleva el mote regio en su nombre: Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza (REICAZ), otorgado por Carlos III.

En los abundantes momentos difíciles al final del régimen de Franco, dos Colegios Oficiales se esforzaron muy visiblemente por facilitar amparo al ejercicio de la libertad de expresión.

Uno fue el Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Ciencias y en Filosofía y Letras (el colegio profesional de los docentes de enseñanza media en centros privados). El otro fue el Colegio de Abogados de Zaragoza, que se valió de su condición de entidad de derecho público para buscar una aplicación mitigada de ciertos aspectos más rudos, e incluso crueles, del Código Penal vigente.

El decano Rafael Pastor Botija, preocupado por los aspectos deontológicos de la profesión togada, estimulaba prudentemente a los colegiados más dispuestos a que se hicieran cargo de la defensa en las causas políticamente comprometidas. No era ninguna broma. El letrado que así obraba arrostraba riesgos amargos. El propio Pastor daba ejemplo, personándose en las dependencias gubernativas para que se notase cómo el Colegio no se inhibía de aquellos problemas, pues no faltaron los casos de malos tratos y abusos sobre los detenidos.

Juan Antonio Aragüés, Carlos Camo, Enrique Cuadrado, Emilio Gastón, José Nieto y otros contaban con el respaldo del Colegio en el ejercicio de unas vidriosas defensas que otros colegas preferían no asumir. No se trataba de afinidades ideológicas, aunque pudo haberlas. Era la búsqueda del mejor ejercicio de la defensa: ley en mano y con la eficacia que solo la inteligencia, el ingenio, la pericia y un cierto arrojo podían poner al servicio de los reos. O sea, ejercer como abogados, a las duras y a las maduras.

Desde 1399, el Colegio de Abogados de Zaragoza ha vivido las penas y las dichas de los ciudadanos como propias y no siempre sin dificultades

Quemado vivo

En 1971, un suceso espantoso conmovió a Zaragoza y a España: murió abrasado, tras días de agonía, el veterano cónsul francés Roger Tur, de resultas de una estúpida insensatez del grupúsculo ‘Colectivo Hoz y Martillo’, que quería emular las acciones de ETA. La cual, por cierto, mostró su solidaridad con aquella aventura homicida. Una vez capturados los cinco desatinados, de los que tres fueron homicidas convictos y confesos, la banda vasca elogió la acción como internacionalista y solidaria con los "perseguidos por las clases dominantes de España y Francia".

Inolvidable: José Luis Lacruz, decano de la Facultad de Derecho, sabedor de que dos de aquellos desatentados eran estudiantes de la misma, pasó unas horas de la noche en su casa de la plaza de Aragón con Jesús Delgado, su discípulo, y con este firmante, para encontrar vías legales y políticas que permitieran eludir una pena, nada imposible, de fusilamiento.

El rechazo social fue completo. El crimen había resultado cruel y horroroso y la ineptitud clamorosa de los homicidas no servía de consuelo. Defenderlos era, pues, problemático, de forma que se llegó a un acuerdo cuasi corporativo: un grupo de letrados, conocidos por su competencia y sin denominador común político (los hubo comunistas, democristianos, del Movimiento Nacional o sin color ninguno) defenderían a los acusados. La propuesta principal era librarlos de la pena de muerte que arrostraban, dadas las prescripciones legales y el hecho de corresponder la causa a un juicio militar.

Los defensores (Aragüés, Sainz de Varanda, Eiroa, Alquézar, Ruiz Galbe, Polo y Ayala) se repartieron las tareas con inteligencia: si era terrorismo, si había intención, etc. Recibieron facilidades de la justicia militar, según declararon. El consejo de guerra fue el 2 de febrero de 1973 y la fiscalía no logró su objetivo, pues las penas fueron de treinta años de cárcel. Los cinco encausados quedaron libres en la hoy recordada amnistía de 1977. Asumir ese deber moral le costó a Eiroa la expulsión de una asociación afecta al régimen y beligerante hasta el extremo de repudiar a uno de los suyos por adoptar semejante actitud. Aquellos días no fueron peores gracias al REICAZ.

Y esta es solo una de las muchas historias de mérito que se le refieren. Desde 1399, nada menos.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Guillermo Fatás en HERALDO)

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