Por
  • Julio José Ordovás

Mirando el mar

MIrando el mar
MIrando el mar
Pixabay

Lo cierto es que una copa de verdejo no sabe igual en la barra de un bar de Zaragoza que en una terraza de la costa mediterránea, aunque el vino sea el mismo y esté servido a la misma temperatura. 

Un sol benigno, el melancólico sol de principios de abril, el que hace florecer las violetas y las mimosas, cae como oro pulverizado sobre las primeras calvas y los primeros escotes. Con una copa de vino blanco en la mano y el oleaje marino de sedante música ambiental, uno se desentiende de cualquier mal rollo, dejando que el pensamiento mariposee alegremente, sin caer en pesadumbres laborales, económicas o sentimentales y sin abismarse en trascendencias filosóficas.

El Mediterráneo es un mar mozartiano, que ensancha el corazón, mientras que el Cantábrico es un mar wagneriano, que agita el espíritu. En el Mediterráneo todo se resuelve geométricamente: la horizontalidad del mar frente a la verticalidad de las palmeras, de las cañas y de los juncos. También las gambas de color rosa pétalo que me ha traído el camarero están dispuestas con pulcritud geométrica en la bandeja. Chillan las gaviotas y un niño llora a moco tendido porque un golpe de viento le ha arrebatado la cometa y la ha colgado en la terraza de un hotel situado al otro lado del paseo.

Un repentino chubasco primaveral desaloja la terraza y la playa en cuestión de minutos. No solo no abandono la silla sino que le pido al camarero otra copa de vino blanco. Podría quedarme en esta silla horas y horas, mirando el mar y vaciando copas de verdejo, pero mi hijo, ahora que ha dejado de gotear, me reclama desde la playa. Quiere que juguemos a fútbol, y solo hay una cosa que me guste más que mirar el mar: jugar a fútbol con mi hijo. 

Julio José Ordovás es escritor

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión