Por
  • Luisa Miñana

La caldera del volcán

La caldera del volcán
La caldera del volcán
Pixabay

Quería compartir mi preocupación ante las cancelaciones institucionales caídas sobre hechos culturales durante los últimos meses en nuestro país, porque entiendo que no constituyen únicamente una quiebra de la libertad de expresión, parapetada tras justificaciones tan variadas como ilógicas en sus contextos, sino que también aparecen como una manifestación evidente de gratuita ira (enojo y venganza) hacia lo otro (lo extraño, no conocido).

Quería hablar de ello, porque la libertad de expresión y el ejercicio de la cultura en libertad es el termómetro primero del buen o mal estado de salud de las democracias, ya que la cultura –como afirma Zygmunt Bauman (‘Ceguera moral’)– podría definirse como el esfuerzo permanente y siempre inacabado por hacer habitable la vida, y especialmente el de todas aquellas pequeñas y anónimas –o casi– creaciones diseminadas entre diferentes colectivos (en palabras de Michel de Certeau), que fortalecen el esqueleto social y favorecen la digestión de las diversas propuestas y objetivos. Por eso, dándole vueltas a esta preocupación –que ojalá sea compartida por cuantos más de ustedes mejor– creo que ya no es posible delimitar al ámbito cultural el daño que puede llegar a causar canalizar hacia ‘el otro’, anulándole y negándole la existencia, la ansiedad e incertidumbre que circula por todo el sistema nervioso de nuestro presente.

La censura, la cancelación y negación del otro, es, como entendía Kant, la manifestación de una crítica ejercida mediante la fuerza y la imposición. Explica Hanna Arendt (‘Sobre la violencia’) que poder y violencia son opuestos absolutamente. Para la pensadora alemana, el ejercicio del poder deviene del consentimiento y la unión de la colectividad, que en las democracias modernas está formada por el conjunto de todos los ciudadanos, en quienes reside la soberanía popular, y cuyos fines, aceptados como propios por cada individuo, son los que determinan las directrices y límites de dicho poder. A pesar de su exigua duración a lo largo de la totalidad del tiempo histórico, hemos experimentado desde hace mucho, en realidad desde la Antigüedad, que esta forma de pensar y organizar la convivencia es la única que nos puede mantener a salvo de la violencia, aunque nunca lo consigamos al cien por cien. Sin embargo, vemos ya desde hace años aumentar las erupciones violentas y los escenarios por donde se expande la ira: sobre países y poblaciones enteras, reventando las frágiles costuras de las instituciones y el derecho internacional; con diferente intensidad en las calles de Europa y de nuestro país; en la retórica de agresividad verbal y gestual que se ha instalado en el ónfalo de la estructura democrática, parlamentos y asambleas políticas; en muchos medios de comunicación y en las redes sociales.

La censura de actividades culturales que se está extendiendo debería inquietarnos, pues es un signo de quiebra de la convivencia democrática

Nos rodean demasiadas incertidumbres, sentimos demasiada impotencia ante el presente y también hacia el futuro y, como consecuencia, hemos perdido la confianza en el pacto entre ciudadanía y poder que supuso (al menos en Occidente) el Estado del bienestar, por el que sentíamos garantizadas libertad y seguridad. Nos estamos atrincherando con un efecto dominó difícil de frenar, porque el distanciamiento potencia, lógicamente, mayor desconfianza y miedo. En este sentido, me alarma enormemente la indiferencia que percibo en muchas personas no sólo hacia acontecimientos graves de nuestro presente, sino también hacia otras personas con las que nos cruzamos casi cotidianamente. Me alarma mucho la falta de empatía hacia las vidas de los otros, tan complicadas o más que las nuestras, que respiramos en el trasiego diario, la ausencia de gestos intercambiados, la pérdida de interés en el diálogo entre opiniones o para la resolución de los pequeños conflictos del día a día, el absoluto desconocimiento del vecino. Me alarma porque esta indiferencia es consecuencia, en buena parte, de una brutal osteoporosis cultural individual y colectiva provocada por una educación que –azuzada por las necesidades del poder económico– atiende sobre todo a una preparación tecnocrática y mecanicista, que soslaya las interrogaciones. Pero especialmente me preocupa porque esta indiferencia es una forma de cancelación y negación mutua entre las personas, el nido donde se incuba el huevo de la ira y el dragón de la violencia. La caldera del volcán.

Luisa Miñana es poeta y narradora

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