Por
  • Jorge Sanz Barajas

Escuelafóbicos

Escuelafóbicos
Escuelafóbicos
Pixabay

Perplejo es de los que piensan que la escuela es espejo del mundo, para bien y para mal. Los mismos vientos que azotan nuestra desvivencia política zarandean con violencia la confianza en la escuela. 

Los estadofóbicos en el Parlamento comparten estrategia con los escuelafóbicos (dícese de esos padres que confían ciegamente en sus hijos y los creen incapaces de equivocarse). Piensan que educar es estar junto a sus cachorros pase lo que pase, incluso cuando no tienen razón.

El escuelafóbico suele ser un especimen que pasa poco tiempo de calidad con sus hijos. Escucha poco y mal, juzga a destiempo, no interviene cuando debiera, nunca pone límites y llega tarde y sordo a casi todo. Los límites, dice, son tarea de la escuela (pero siempre para ponérselos a los hijos de los demás). Él los nutre, paga sus caprichos, les da su paguita y, cuando vienen mal dadas, acude a gritarle al profe para que su hijo vea que está con él, que le protege como se cuida a la propia sangre, la raza, la estirpe, su pequeña patria. A los suyos no los toca nadie. Allí quedará el sufrido profe que tendrá que educar en la necesaria e inevitable frustración, en el fracaso como oportunidad, el error como aprendizaje. Se sufre al caminar y al caminar, se sufre. Hoy nadie confía en los profes. Ni la administración ni las familias. Cuando evalúe, la familia evaluará su evaluación y exigirá explicaciones al profe y no a su hijo. Eso sí: serán los primeros en lamentar la crisis de autoridad en la escuela.

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