Por
  • José Alegre Aragüés

Al este del Mediterráneo

Un soldado camina solitario por el kibutz Kfar Aza
Un soldado camina solitario por el kibutz Kfar Aza
Efe

En la orilla este del Mediterráneo sigue la violencia. En pocas etapas de su larga historia ha gozado de paz. Poblada por grupos afines en etnia, lengua y cultura, con una tierra mayormente estéril, algunos ganaderos nómadas para recorrer grandes extensiones porque el pasto es escaso, algunos agricultores sacando rendimientos bajos en competencia siempre agresiva con quienes pastorean sus alrededores, recuérdese a Caín y Abel, con caminos transitados por caravanas que acuden a los puertos y mercados a colocar sus trabajos de artesanía y las telas famosas de Damasco o las alfombras persas. 

Todo el mundo vivió, en un tiempo de su vida, la experiencia de la guerra, las luchas entre cercanos, la invasión de sus territorios y la formación de potencias e imperios que se desvanecían con la misma facilidad con la que habían surgido.

En la región de Oriente Próximo, en la tierra a la que se vincula el pueblo judío y en la que nació Jesús, la paz siempre ha sido esquiva

Aprovechando el rápido declive del imperio macedonio, Roma toma el relevo e impone su ‘Pax’, modelo, que aún perdura, de tranquilidad y orden bajo la amenaza de las armas. El miedo al más fuerte somete a la inmensa mayoría que, a lo largo de la historia, sigue dando muestras de subordinación miedosa e interesada cuando los desequilibrios militares saltan a la vista.

Pero hay un pueblo que, atado a su tierra por lazos de nostalgia y desgarros de destierro, ha idealizado como nadie el poco trozo de tierra que casi nunca ha disfrutado. Desde su antepasado Abraham, que siempre vivió animado porque algún día poseería una tierra para una descendencia muy numerosa, su vida ha sido como la de aquel. Abraham consiguió poseer el terreno equivalente a una tumba, la de su mujer. Pero sus descendientes siguen empeñados en poseer el que, en ocasiones, solo en ocasiones, han ocupado. Sumerios, babilonios, hititas, egipcios, griegos, romanos los han invadido o se los han llevado cautivos en varias etapas. Nacidos para vivir libres en la tierra de sus antepasados, en muy contados momentos lo han sido. Ahora, cuando parecen tenerla un poco más de tiempo, no la disfrutan. Así no es de extrañar que su vida y su religión sean una tensión entre los recuerdos de sus tradiciones y el anhelo de una esperanza que nunca llega porque su Mesías tarda en hacerse presente y ninguno de los que se presentan como tales cumple los requisitos de su nacionalismo.

Y hoy siguen resonando allí la guerra y el sufrimiento. A pesar de ello, la paz en la fraternidad es el mensaje de estos días

En ese conglomerado de anhelos y frustraciones nace ¿en Belén? Jesús de Nazaret. Lo que hace, dice, sufre y vive este niño lo cuentan sus primeros seguidores a quienes muestran interés en conocerlo. Su narración pretende motivar una actitud religiosa hacia este ser que no cumplía las condiciones de Mesías político que esperaban los de su pueblo. En su vida reivindicó su condición mesiánica, pero de forma muy diferente.

El Príncipe de la Paz nació pobre, débil e ignorado. Con el tiempo sus seguidores lo vieron de otra manera. Lo descubrieron muy hombre, pero nunca dispuesto a la violencia. De personalidad fuerte con los poderosos, débil con los débiles. Miró la vida con ternura y a los pobres como compañeros. Vio que los religiosos profesionales entendían a Dios con grandezas y prefirió entenderlo desde la sencillez y la pobreza anónima, como hacía la viuda pobre del templo. Extendió su mirada más allá de su etnia y grupo religioso, y habló de Dios como de un Padre que espera siempre en la puerta de casa la vuelta de todos sus hijos, que somos todos. Ya vio que los niños eran utilizados como instrumento de miedo y venganza. Y cómo el poder es muy peligroso cuando se considera lo más importante. Siempre habló de paz, de amor, pero no de tranquilidad ni pasividad ni sumisión. Quería que fuéramos libres, despiertos, hermanos.

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