Reencuentros
Son los Pilares tiempos idóneos para el reencuentro. Vuelves a verte, por azar o por acuerdo, con gente que formó parte de aquellos pretéritos días que de pronto parecen acercarse, el zoom es puesto sobre ellos y nos reconocemos como si el tiempo, ese engaño voluble, no hubiera pasado.
Me reencontré un sábado noche con antiguos amigos de la infancia y no pude evitar pensar en una cita de Eider Rodríguez en “Un corazón demasiado grande” que me ha acompañado desde que la leí: “...Era el mismo de siempre. Engordamos, nos volvemos rudos, se nos caen las plumas y las carnes, pero nunca dejamos de ser los niños que fuimos en la escuela, ni aun siendo catedráticos”. A la cita podríamos añadirle muchos supuestos, como que nos casamos o nos separamos, se nos cae el pelo, nos hacemos influencers, escribimos libros, nos rompen el corazón, terminamos una ingeniería y tomamos batidos de proteína, celebramos goles pero no ascensos, descubrimos aquello que nos apasiona, nos enamoramos un par de veces, recordamos profesores, ganamos músculo, perdemos gente, se nos mueren o morimos para alguien, compramos muebles, ponemos césped artificial en la terraza y casi ninguno podemos comprarnos un piso. Resulta curioso todo eso del reencuentro entrados en la treintena o que la gente de Zaragoza parezca medir el tiempo de fiesta del Pilar en fiesta del Pilar. Resulta curioso esto de vivir y algo así nos contamos, años después, seguramente sin contárnoslo y diciéndonoslo en alguna conversación que termina en puntos suspensivos o en una carcajada compartida muchos años más tarde. Porque cambiamos miles de veces en una vida —se llama supervivencia— y sin embargo seguimos siendo exactamente los mismos. Algunos han aprendido a quererse: otros seguimos en ello.