El encuentro protocolario entre la ministra de Igualdad, Irene Montero (Podemos), y la presidenta de las Cortes de Aragón, Marta Fernández (Vox), con ocasión de un acto oficial celebrado en el zaragozano Palacio de la Aljafería, no ha estado presidido por la obligada cortesía institucional sino por una inapropiada tensión y falta de decoro.

Es penoso que no entiendan que ocupan cargos de representación democrática que les obligan, aunque solo sea por la carga pedagógica que entraña desempeñar altas magistraturas del Estado, a darse la mano. Más lejos ha llegado aún Marta Fernández, que se ha negado a darle la mano a la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, cuando esta se la ha tendido. Se trata de un gesto que no representa a esta Comunidad, caracterizada por la tolerancia.

Después del improcedente desaire institucional que supuso que, el pasado martes, el líder del segundo partido más votado del país, Pedro Sánchez, no diese la réplica al discurso de investidura de Alberto Núñez Feijóo en el Congreso de los Diputados, ayer fue el turno de Aragón, con la ausencia de los protocolarios saludos entre una ministra y su secretaria de Estado con la segunda máxima autoridad de la Comunidad. El valor referencial que ostentan las instituciones de una democracia y las personas que temporalmente las ocupan deben estar muy por encima de ideologías y características personales. La actitud de Irene Montero y Marta Fernández de ni siquiera darse la mano en un acto oficial y, singularmente, el desplante de esta última a la secretaria de Estado de Igualdad, por criticables que hayan sido algunas intervenciones públicas de Ángela Rodríguez, quedan muy lejos de la imprescindible cortesía. Ni España ni Aragón se merecen esta progresiva demolición de la institucionalidad democrática.