Por
  • Julio José Ordovás

Hambre

Rafael Álvarez, 'el Brujo', interpreta al Lazarillo de Tormes.
Rafael Álvarez, 'el Brujo', interpreta al Lazarillo de Tormes.
Luis Correas / HERALDO

El desayuno es lo que más me gusta de los hoteles. Más que el spa, más que el mueble bar, más que cualquier otra cosa.

No es gula. No es glotonería. Es hambre. Los españoles nacemos con hambre, es una herencia genética, heredamos el hambre descarnada del Lazarillo, del Guzmán de Alfarache y de Sancho Panza. El hambre, en la historia de España, ha sido una fuerza trascendental, mucho más que la fe católica. A mí me educaron para que no dejara ni una miga en el plato. «El que come, escapa», me decía mi madre para obligarme a comer cuando no tenía apetito. Mis padres, que vivieron la posguerra, sí pasaron hambre, hambre de verdad, y el hambre no se cura. Yo, que no he pasado verdadera hambre, ni siquiera durante los cuatro años que estuve en un internado de frailes, he vivido el hambre como una superstición. Había que comer para escapar de la enfermedad, para escapar de la muerte, porque la imagen de una figura esquelética es la imagen arquetípica de la muerte. A la muerte nunca se la representa gorda, aunque la obesidad sea desde hace años una de las principales causas de defunción en todo el mundo.

En casa apenas desayuno una tostada, pero en el bufet libre del hotel me siento como Sancho en las bodas de Camacho, y le hinco el diente a todo lo que hay, a todas las clases de pan y a todas las clases de bollería y a todas las frutas y a todos los embutidos, incluso a los huevos revueltos, que me repugnan. Supongo que esto también se debe a la herencia genética: come todo lo que puedas, siempre que tengas ocasión, porque no sabes lo que va a ocurrir mañana o dentro de unas horas, y mejor que te pille con la barriga llena.

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