Por
  • Fernando Jáuregui

¿Pedro Sánchez, presidente?

¿Pedro Sánchez, presidente?
¿Pedro Sánchez, presidente?
Heraldo

Algún día, algún historiador dirá lo siguiente: "Las elecciones españolas del 23 de julio de 2023 las ganó un prófugo, que quería destruir al Estado, que odiaba a España y que ni siquiera se presentaba como candidato. De pronto, el futuro político del país a corto plazo estaba en sus manos". Y el historiador tendrá posiblemente razón.

Hay una docena de perspectivas desde las que se pueden analizar los resultados de la tremenda noche electoral de un 23 de julio que pasará a la historia de lo que nunca debería haber sido. España es un barco sin rumbo, en el que varios timoneles, convertidos en capitanes, reclaman la victoria y la gobernación, cuando en realidad todos hemos perdido: Feijóo, ganando, sin tener la más mínima garantía de poder llegar a la Moncloa, con o sin Vox; Pedro Sánchez, que esperaba una debacle, pierde sobre todo pensando que podrá reeditar un ‘Frankenstein ampliado’ para poder seguir pisando la alfombra roja del poder; pierde Yolanda Díaz alimentando aspiraciones de seguir en la vicepresidencia, como coaligada favorita; pierde Abascal, no solo votos, sino argumentos. Pierde, y no poco, Esquerra Republicana. Y pierde España, claro, porque las incertidumbres, los fantasmas de repetición de elecciones nunca son buenos.

A pesar de haber perdido las elecciones, Sánchez puede aspirar a repetir una
mayoría de investidura en los mismos, o peores, términos que en 2019

Que, para facilitar su investidura, Pedro Sánchez precise de los votos del partido de Carles Puigdemont, Junts, roza lo surrealista. Que Puigdemont, que ya ha advertido que no dará su apoyo gratis, disfrute de este momento, cuando, si viniese a España, sería inmediatamente detenido y encarcelado, es algo que ninguna fuerza partidista podría tolerar: ya que no otros acuerdos necesarios pero imposibles en esta confrontación permanente, hay, al menos, que hacer un pacto contra Puigdemont si queremos mantener un mínimo de la poca dignidad política que una campaña desastrosa y una noche electoral de infarto –bueno, lo que han sido de infarto fueron los resultados– nos han dejado.

La penúltima crónica que escribí antes de esta se titulaba ‘Que sea la última vez (hasta 2027)’, y en ella pedía acuerdos para que no hubiese elecciones generales hasta concluir esta legislatura que tan mal está comenzando. Porque el fantasma de una pronta repetición de las legislativas –sí, el año que viene habrá también algunas autonómicas importantes y las europeas, pero yo hablo ahora de lo que hablo– se ha cernido sobre la ciudadanía como un buitre devorador.

No, no parece fácil un acuerdo para que gobierne el ganador, a tenor de lo que le escuchamos a Pedro Sánchez en la noche del domingo, ¡qué noche la de aquel día!: Sánchez reclama una victoria que no ha obtenido, aunque todo le haya salido mejor, mucho mejor, de lo que él mismo esperaba. Luego, en el balcón de Génova, Feijóo reclamó para sí un Gobierno que está lejos de poder obtener. Y alguien, en Waterloo, se frotaba sin duda las manos. No tengo dudas de que, más por provocar incendios que porque espere obtenerlo, Puigdemont reclamará un regreso ‘seguro’ a Cataluña, en medio de no poca pompa, y seguramente también el referéndum de autodeterminación que, legalmente, Sánchez jamás podría concederle, aunque el pasado nos hable ya de cesiones muy polémicas al independentismo catalán. Esta vez, dudo de que el presidente del Ejecutivo central pudiese, pudiésemos, permitírselo.

Estas elecciones han sido un fracaso colectivo, y no solo de los encuestadores, de muchos informadores y de los propios políticos: nos limitamos apenas a seguir la senda de las encuestas, que marcaban –¡ah, la ‘dictadura del encuestariado’!– el rumbo político a seguir. Como si fuesen una ciencia exacta. Es un fracaso del sistema, de una normativa electoral que hace tiempo debería haber sido reformada: Junts, con menos de 400.000 votos y un programa en el que se proclama la salida de España de Cataluña, podría ser el árbitro de la situación, más endemoniada aún que la instaurada por las elecciones de diciembre de 2015, que abrieron tres años de sobresaltos políticos que muchos recordamos como una pesadilla.

Aquella noche electoral, a la vista de los resultados, escribí una crónica con un titular interrogante: ‘Pedro Sánchez, ¿presidente del Gobierno?’. Ya sabemos por qué vericuetos –perfectamente legales, cierto, pero cuando menos inéditos y tempestuosos, vamos a decirlo así– llegó al poder. Ahora, casi ocho años después, podría poner en mi comentario el mismo titular de entonces, lo que resulta ya de libro Guinness. Y los récords a veces se pagan caros. ¿De veras, aun teniendo menos escaños y un pequeño puñado de votos menos que el vencedor, podría Sánchez aglutinar una nueva ‘mayoría de investidura’ en los mismos o peores (lo de Puigdemont, ya sabe) términos? ¿De veras?

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