Por
  • Ana Alcolea

Selvas

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Pixabay

La mejor noticia de los últimos tiempos ha sido la supervivencia de cuatro niños en la selva amazónica durante cuarenta días: su "travesía del desierto" hacia la supuesta tierra prometida, la de la seguridad tal vez deseada, ha ocurrido en un espacio selvático, "terreno extenso, inculto [por no cultivado], y muy poblado de árboles", según la primera acepción del diccionario de la Real Academia. 

Cuarenta días y cuarenta noches que han enseñado al resto del mundo que los saberes ancestrales, la solidaridad y el amor cuentan, y mucho, a la hora de sobrevivir. La tercera acepción de la palabra ‘selva’ reza así: "Confusión, cuestión intrincada". Vivimos en una selva, en una confusión, no a la manera pánica de Arrabal, sino en la patética de quienes dirigen orquestas sin saber música y sin ser capaces de escuchar el discurso ajeno. En la selva se sobrevive gracias a escuchar los pasos sigilosos del jaguar, el silbido de las serpientes, el aleteo de los pájaros, los aullidos de los monos. A comer unas frutas y a rechazar otras. Por eso los niños colombianos han sobrevivido: conocían y habían aprendido a respetar el terreno que pisaban, y la selva se convirtió en el regazo de la Madre Tierra, la Pachamama quechua.

Cuarenta días y cuarenta noches duró el diluvio. Cuarenta años la peregrinación hebrea desde Egipto. Cuarenta días son un símbolo de camino hacia el paraíso perdido. El paraíso, que había llegado tras la confusión del caos, y que se perdió por no rechazar una fruta a tiempo. 

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