Por
  • Ana Alcolea

Ventas

Una persona leyendo un libro.
Ventas
Pixabay

Vivimos en un mundo en venta. Ni siquiera en alquiler. Todo se ha convertido en una gran transacción comercial. Vivimos dentro de un supermercado, de un gran centro comercial, con sus lagos y sus lagunas: compramos y vendemos nuestros cuerpos y nuestras almas sin ningún pudor. 

Fausto es un aprendiz de brujo a nuestro lado. Mefistófeles, un aficionado si lo medimos con empresas, grandes y pequeñas, con algunos medios, con los llamados ‘influencers’ o ‘booktubers’, a quienes cualquiera manda sus productos, sean los que sean, para que los promocionen con su cara más o menos bonita, con su voz, más o menos acordada, con su criterio, muchas veces inexistente. Yo misma, más Fausto que Margarita, dejo que mis editoriales manden mis libros a personas muy presentes en las redes sociales con la esperanza de que los recomienden. Personas a quienes generalmente no conozco y cuyos gustos literarios no tengo por qué compartir. Vendemos y regalamos libros, joyas o armas, con intenciones exclusivamente mercantiles. Destruimos para reconstruir, para llevarnos hasta el infierno a las almas de quienes quieren tener unos minutos de gloria a costa del propio pundonor y del ajeno. Todos nos prostituimos. A la labor de las señoras que venden su cuerpo la llaman ‘el oficio más antiguo del mundo’. Una manera misógina más de generalizar: vender cuerpo y alma es algo que ha hecho la humanidad desde que empezó a bajar de los árboles y comenzó a golpear la Tierra con sus pies y a manosear con sus dedos a la dignidad.

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