Por
  • José Badal Nicolás

Inimputables no, sujetos punibles

Inimputables no, sujetos punibles
Inimputables no, sujetos punibles
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Hasta llegar a la pubertad, todos hemos pasado antes por la niñez y hemos cometido travesuras, algunas más disparatadas que otras y en ocasiones merecedoras de un áspero rapapolvo e incluso de una vehemente reprimenda vituperando la ‘hazaña’ realizada.

Cosas de críos suele decirse, sí, pero que en todo caso se reprendían con mayor o menor grado de fuerza. Décadas atrás (a mediados de los cincuenta, cuando yo aún era impúber), nuestros padres nos hacían ver la gravedad del hecho cometido (dialogaban con nosotros, como gusta decir ahora) y nos reñían; pero dependiendo de la fechoría el código penal nos aguardaba en casa y no nos librábamos de su aplicación: ora con circunstancias eximentes en forma de merecido bofetón, ora con agravantes en versión transmutada de zapatilla en mano de nuestra madre o de cinturón en la de nuestro padre (complementos de vestimenta que ‘acariciaban’ nuestras nalgas). Eran tiempos en los que mamás y papás se sentían plenamente concernidos por la educación de sus vástagos.

En mi niñez, cuando nos desviábamos de una conducta correcta y perpetrábamos alguna tropelía, una cosa era segura: no quedaba impune. Si el dislate era muy serio, y más aún agravado por reincidencia, a veces se esgrimía la amenaza de internamiento en un centro con exigentes normas y donde se practicaban rigurosos métodos; lo cual no era tanto una certeza como una manera intimidatoria, no exenta de blandura o candidez, para hacernos desistir de cualquier otra acción punible en el futuro. Pero si el autor de malas acciones persistía en sus propensiones, bien podía ser internado en lo que entonces se llamaba un reformatorio. No era éste un establecimiento encaminado a la plática amable, sino un centro en el que se procuraba corregir la conducta delictiva de sus díscolos huéspedes mediante severas prácticas educativas.

Ahora son triste noticia los casos de acoso sexual y de violencia de género consumados por gente menuda, que por desgracia acontecen con alarmante frecuencia. Hace muchos años no se daban o apenas sí salían a la luz. Son actos execrables, repugnantes, intolerables, por lo general protagonizados por imberbes carentes de cualquier freno moral. Impresionan y alteran nuestro temple las cortas edades de muchos de estos enajenados facinerosos capaces de comportarse de manera tan irrespetuosa, grosera, injustificable y a la vez tan dañina y traumática para con otros niños de igual o distinto sexo, ajenos a las secuelas de todo tipo que actos de tal naturaleza dejan en las anonadadas y vejadas víctimas.

La reiteración de delitos violentos cometidos por menores de edad indica los graves fallos que tiene en nuestro tiempo la educación de niños y adolescentes

Cuesta comprender que compañeros de colegio que asisten a un mismo centro e incluso a una misma clase, movidos por su ojeriza o enojo, se confabulen cual jaques pendencieros para golpear y humillar a otro niño sin el menor remordimiento, en ocasiones incluso con ciego furor, hasta dejarlo abatido en el suelo, malherido y confundido a causa de una patológica animadversión, cuando no por un odio inexplicable. Y esto que digo vale para niños y niñas, sean o no compis de colegio.

Nada justifica comportamientos violentos de esta índole, ni siquiera desacertadas normas de conducta o pautas culturales acumuladas por tradición. Hechos tan reprobables delatan grandes deficiencias educativas derivadas de una permanente holgazanería, o bien de una docencia laxa en la que muchos educadores se han instalado, o de una dejación de obligaciones por parte de condescendientes papás y mamás, prestos a acomodarse por bondad o conveniencia al gusto y voluntad de su prole. Que los progenitores se hallen tal vez enfrascados en las dificultades o problemas que día a día se les presentan, o atribulados por disgustos y contrariedades, en modo alguno les exime del cuidado de sus hijos y de velar por su buena crianza e instrucción.

Algo falla, claro está: la deteriorada enseñanza imperante en la actualidad, los poco exigentes planes de estudios, los enseñantes faltos de suficiente vocación y estímulo, cuando no incompetentes, la ausencia de reconocimiento de autoridad de los maestros, la desidia y la dejación de deberes de los progenitores, la falta de reprobación y castigo… Las causas son varias y las soluciones no son simples; pero en algún momento habrá que acometerlas si aspiramos a una sociedad integrada por individuos imbuidos de valores cívicos y capaces de convivir en armonía por encima de lenguas y culturas.

Aún seguimos conmocionados por el espantoso caso en el que nada menos que seis menores, llevados por sus torcidos impulsos y aviesas intenciones, han cometido la violación grupal de una niña de once años sin el menor reparo o atisbo de arrepentimiento. Puede que la explicación sea el erróneo concepto que tienen de la mujer (y aquí incluyo a sus madres); pero la barrabasada es a todas luces aberrante. No se me ocurre otra palabra para calificar un hecho así, con independencia de que lo cometan niños o adultos gravemente trastornados. Pero por mor de la legislación vigente, algunos componentes de la joven ‘manada’ no van a sufrir un castigo proporcional a su abuso, pues tres de ellos son inimputables por razón de su corta edad, un cuarto ha quedado en libertad y sólo dos autores de la nefanda acción han sido internados en un centro de reeducación en régimen cerrado para tratamiento terapéutico.

¿Por qué prevalece la condición de menor para unas cosas y no para otras? ¿Cómo es posible que un jovencito pueda de la noche a la mañana mutar de Lolo a Lola o al revés y sin embargo se le considere inimputable aduciendo su incomprensión de la ilicitud de su acto, pese a perpetrar con alevosía (por acción u omisión) tan horrenda fechoría? La minoría de edad de estos agresores asociales no avala su inocencia y no se les debe brindar amparo ni eximir de culpa por presunción de ofuscamiento, sino que se les debe contemplar como sujetos punibles acreedores de justo castigo en proporción a su falta. Aquí el buenismo, la benevolencia, la empatía o la excesiva tolerancia están de más.

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