Por
  • Julio José Ordovás

Veinticuatro veces

Veinticuatro veces
Veinticuatro veces
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De entre los lectores que conozco, hay buenos lectores y grandes lectores, pero solo dos o tres lectores de hierro. 

Uno de ellos es Joan de Sagarra o ‘l’oncle Jean’, como lo llama mi hijo, que aunque hace algunos años que no lo ve, no se ha olvidado de aquel señor que le hablaba en francés, fumaba puros, bebía whisky y llevaba un bastón no solo para ayudarse a caminar sino también para mantener a raya a los ciclistas y a los conductores de patinetes que se han adueñado de las calles de Barcelona, su ciudad.

A sus ochenta y cinco eneros, Sagarra dedica a la lectura una media de ocho horas diarias y desde hace años se zampa, como él dice, un libro por día. A lo largo de su vida, hay libros que ha leído hasta en una docena de ocasiones, pero uno se lo ha zampado nada menos que veinticuatro veces. Ese libro es ‘La Cartuja de Parma’.

"Stendhal es mi madre", me dice Joan, porque fue su madre, Mercè Devesa, quien le regaló, cuando tenía doce o trece años, su primer Stendhal: ‘Rojo y negro’. Y alrededor de los quince leyó por primera vez ‘La Cartuja de Parma’. El ejemplar que conserva es la edición de ‘folio classique’ de 2003 y entre sus páginas están las vitolas de los Bolívar, Partagás y Montecristos que se fumó mientras lo leía en Nantes, en Bruselas o en París. La vigesimocuarta lectura de la novela que Stendhal escribió en un mes y Calvino no dudó en calificar como la más bella del mundo, Sagarra la hizo el año pasado, cuando estuvo ingresado en el hospital de Sant Pau, donde le atendió un enfermero que resultó ser también uno de los ‘happy few’ a los que Henri Beyle dedicó las aventuras de su Fabrizio del Dongo. 

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