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  • José Alegre Aragüés

Kenosis, la soledad del creyente

Kenosis, la soledad del creyente
Kenosis, la soledad del creyente
Pixabay

Dios! Expresión que puede indicar admiración, interrogante y hasta blasfemia. Palabra clave para unos, dudosa para otros y hasta banal, vacía e inútil para algunos que parecen representar la vanguardia del progreso material, del saber científico y del pensar más moderno. 

Este fondo de reflexión pesimista no es nuevo, ya estaba muy vivo en algunas minorías del mundo antiguo. Nos la dejaron, en forma de crítica a una comunidad creyente, conformista a veces, resignada otras, sumisa con frecuencia, esperanzada siempre.

El creyente está acostumbrado a escuchar la antigua invitación de no pronunciar el nombre de Dios en vano, es decir, a reflejar en él la perplejidad y el asombro que siente cuando quiere dirigir su atención a quien considera origen, sostenedor y director de todo este gran tinglado que hoy llamamos cosmos, naturaleza e historia y en donde intervienen todos los actores, grandes y pequeños, que constituimos la red de redes en la que estamos involucrados. Con esa referencia básica al misterio, a lo inefable, cae en la cuenta de su desventaja y desnudez argumental porque carece de elementos probatorios que avalen su convicción afirmativa.

El cosmos despierta nuestra admiración con sus movimientos, interdependencias y relaciones a escalas macro y micro, con una precisión que ya querrían conseguir las compañías de transporte. Sus intercambios, más asombrosos que todos los intercambios financieros que recorren las redes de los bancos. Sus uniones y aprovechamientos de energía que producen realidades nuevas tan fabulosas que no consiguen ni los gestores de la ingeniería empresarial más avanzada. ¡Y qué pinta Dios en ese tejido de conexiones! Parece ser que nada.

Una de las conquistas clave del pensamiento moderno fue la visión de un mundo que funciona con ‘autonomía’. Con la cantidad de energía que existe en el universo tiene cuerda para mucha marcha y mucho tiempo. Cuando se acabe, ¡pues adiós! Entropía le llaman a ese adiós definitivo que es como un agujero negro en donde todo acaba y desaparece. Antes se le llamaba abismo de nada o vacío total. Pensarlo daba mareo y vértigo y muchos preferían no nombrarlo ni imaginarlo. Aunque nos dicen que puede haber otros mundos no detectados a donde todo pasaría para incorporarse a una nueva realidad.

Pero esa autonomía con la que todo parece funcionar es la que deja al creyente en una soledad sicológica y argumental dramática. Acostumbrados a pensar que Dios tenía la cualidad genial, divina, de estar pendiente de todo y al cuidado de todo, le llamaban Providencia, que ayudaba a explicar las cosas inexplicables y a existir en la soledad de la Historia con el convencimiento de que Dios estaba ahí y nos echaba una mano para arreglar los descosidos más gordos que hacemos en el tejido de la existencia. Sin embargo, ahora todo funciona por sí solo con la energía que se liberó en la primera gran explosión. Ahí se originó todo. Todo va con ella. No hay que buscar más explicaciones, y desde luego no hay respuestas si te empeñas en seguir buscando.

Siempre queda una cuestión: ¿Cómo y dónde enchufarnos a una fuente de energía, distinta a la de Einstein, en los muchos momentos en que sentimos perderla y añoramos su necesidad para ese otro mundo que llamamos interior y que algunos seguimos empeñados en afirmar que es real, aunque no material, y que nos da la lata con sus carencias y anhelos? De esta energía dependen tanto el ánimo vital como el entusiasmo para adherirse a un proyecto personal o social, la tenacidad de mantenerse en pie, pese a los cansancios, la capacidad para comprender las dificultades de otros, la sensibilidad para compadecer a los más débiles, la alegría para no dejarse marear con los abismos de nada y los vacíos de todo.

Dios juega una mala pasada a los creyentes cuando no da un golpe sobre la mesa ni responde al preguntón cínico como le respondió a Job, a quien dejó sonado, o a Qohelet cuando todo le parecía vanidad y le hizo sentir la felicidad que encierra un pequeño vaso de vino con los amigos. Dios, nos dice la Biblia, es ‘kenótico’. ¡Camaleónico! Siempre está camuflado, nunca está como correspondería a un Dios. Se quita sus distintivos y se pone otros para pasar desapercibido y ver cómo nos relacionamos, vivimos y disfrutamos de su jardín. Nunca va de Dios. Va, más bien, de pobre, de niño, de migrante y hasta de preso. Y así no queremos verlo. Pero no se han inventado otras lentes que las de la fe. Solo con ellas es posible atisbar algunos signos de su estar entre nosotros. No dan visión. Sí confianza.

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