Dopamina y ósmosis
Dicen que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y no conozco mayor poder que el de cautivar con talento artístico. Los otros poderes, del primero al cuarto (sí, también) o el enésimo, no son tan importantes; se trata de cosas funcionales y/o sofronizadas por elementos pragmáticos, con cadencias de cuatro años y flamígeras soflamas como vehículo expresivo. Las hay peores, por aburridas, pero esas cantan más: son el sobaco descuidado de la oralidad. De pronto, un día, asoma el arte mayúsculo, cuantificable pero inclasificable en términos de categoría, mayúsculo y diverso, la centrifugadora de felicidad; una exhibición sin esfuerzo aparente, que brota y se regodea en su grandeza carente de estridencias.
Del otro lado quedamos los mortales, extasiados, a salvo por un rato de las miserias y la culpa; uno o dos de los cinco sentidos se encargan de manejar la batuta y determinar la duración de ese efecto beneficioso que tiene el arte dopaminérgico en nuestro ánimo. A veces es un verso: "desordené átomos tuyos para hacerte aparecer", de Gustavo Cerati, por ejemplo. Otras es la luz en un rostro, como la captada por Francisco Jiménez en la faz de Pepa Salazar hace dos días en estas páginas (en el digital de HERALDO pueden encontrar la imagen, insertada en la estupenda entrevista de Ana Usieto) o los buitres rodeando a Buitreman en las afueras de Valderrobres, inmortalizados hace unos años por Laura Uranga.
A veces es una sucesión de notas, como las escritas por Beethoven para Giulietta Guicciardi en la sonata ‘Claro de Luna’, que el arriba firmante conoció (sic) por Depeche Mode. Y no pocas son dos palabras y un café con espuma, de grano recién molido, que humea junto a la sonrisa que veo cada mañana.
