Goya y el buen siglo aragonés

Foto de Fuendetodos
Busto de Goya en el centro del pueblo de Fuendetodos
Laura Uranga

Cuando Goya llegó a Madrid (1775) no era ni un palurdo ni un aprendiz. Le fue bien en el Madrid de Carlos III. Los aragoneses importantes allí fueron muchos. Hay quien maldice los Decretos de Nueva Planta de Felipe V (1707). Los califican de desastre para Aragón, porque abolieron sus instituciones públicas (las Cortes, el justicia) y centralizaron el gobierno de España. Debe recordarse, empero, que se preservó su derecho foral, que perdura, y que el viejo reino vivió una época de esplendor como ha tenido pocas.

Lo recuerda un libro, ameno y solvente, de Fico Ruiz (‘Francisco de Goya, pintor aragonés’, DGA, 2022) dedicado a la vida de Goya como aragonés. Es un relato histórico (no una novela), dedicado a la memoria de Gonzalo Borrás, «maestro de casi todos».

El Madrid que recibió a los Goya –Josefa y Francisco con su primer hijo– era ya una ciudad pujante. El impulso de Carlos III (1759) se notó en toda la enorme Monarquía y «la capital de la nación se convirtió en una ciudad rejuvenecida, limpia y monumental, a la altura de otras grandes urbes europeas».

Dice Ruiz: «Los Decretos de Nueva Planta habían abolido las instituciones de origen medieval del antiguo reino de Aragón (...) La imagen del modelo unitario y centralista de la monarquía absoluta francesa había consolidado la autoridad del soberano e impuesto en todo el país una única organización político-administrativa, basada en la de Castilla (...) Sin embargo, lejos de ser nocivos, esos cambios cimentaron uno de los periodos de mayor vitalidad de la historia de Aragón». Un punto merece apunte particular: el de la extranjería. Para ejercer altos cargos había sido preciso ser natural del reino. Desde Felipe V hubo en Aragón altos cargos foráneos; pero, a cambio, –y esto se dice menos– los aragoneses ejercieron puestos relevantes en toda la América hispana, que era de Castilla, y en esta misma. Así fue a menudo.

Dejó de haber aduanas interiores, creció el comercio y los negociantes de la antigua Corona de Aragón (aragoneses, catalanes, valencianos y baleares) dejaron de necesitar intermediarios (asentadores) castellanos.

El viejo orden quedó para Navarra y las Vascongadas, donde sigue, por su lealtad a los Borbón en la guerra de Sucesión. El Consejo de Castilla, precedente del consejo de ministros, fue presidido ya en 1766 por el conde de Aranda. Hubo abundantes aragoneses en «puestos claves de la política, el ejército, el comercio y el pensamiento, en una proporción como nunca antes había tenido lugar ni se ha vuelto a producir (...). En torno a Aranda se reunió un buen grupo de colaboradores de gran influjo», por lo que los historiadores hablan del ‘partido aragonés’, en el sentido de grupo con afinidades y lazos personales o de interés, no como organización política. Mandaron mucho y Aragón sacó provecho. No solo había en él gran nobleza, duques, marqueses y condes (Aranda, Fuentes, Ricla, Sástago, Lazán, Ayerbe, Ariza, Villahermosa, Híjar), sino nobleza secundaria ilustrada, como el ministro Roda (cuya deslumbrante biblioteca se guarda en el zaragozano Seminario de San Carlos Borromeo, «con docenas de códices medievales, incunables y miles de libros») o José Nicolás de Azara, que controló durante decenios el despacho oficial entre Madrid y el Papado, primero, y, luego, entre Madrid y París. Añádanse «una larga serie de cortesanos, militares, funcionarios de la administración estatal, clérigos, economistas, eruditos y diplomáticos (las embajadas ante la Santa Sede y Francia, las de mayor preeminencia en la época, estuvieron dirigidas por aragoneses desde mediados del siglo XVIII hasta las guerras napoleónicas en régimen casi de monopolio)». Goya conoció a casi todos; como a los Vallabriga, o a las esposas de Ventura Rodríguez y de Ceán Bermúdez, que le valieron fama, dineros y contactos.

Sin óbice de las naturales disputas, estos relevantes paisanos «en su mayoría promovieron el ideario ilustrado y siempre que pudieron (...) auxiliaron a paisanos o empresas que favorecían intereses del antiguo reino, tanto en Madrid, como en su tierra natal, a través de la Real Sociedad Económica Aragonesa». Y no solo con gestos, sino con disposiciones y dineros.

Goya conoció esos ambientes en la Villa y Corte y obtuvo beneficios directos o indirectos por su paisanaje con gente tan poderosa y omnipresente: «Bastantes de ellos fueron recibidos por Goya en su domicilio o acogieron la visita de este». En las horas tristes de la represión absolutista del otrora ‘Deseado’ rey, también le fueron de ayuda.

Esa España remozada fue la de Goya y Madrid lo recibió bien a sus veintiocho años. Allí creó lo más reconocido de su grandeza genial y este libro lo explica con claridad y sobre datos seguros.

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