Por
  • Carmen Puyó

El riñón de Khalid

Una calle de Kandahar, en Afganistán.
Una calle de Kandahar, en Afganistán.
Efe / EPA / STR

Khalid es un chaval de Afganistán que ha tenido que vender un riñón para poder alimentar a su numerosa familia. Por el riñón, leo en el estremecedor reportaje que el fin de semana pasado publicaba El Semanal, le dieron tres mil quinientos dólares.

 Veo junto a su historia y su fotografía, imágenes de otros niños hambrientos, en los huesos, con una mirada que se te clava. En este caso son afganos, abandonados a su suerte tras el retorno de los talibanes, pero en cualquier lugar puede encontrar uno a personas que pasan hambre de verdad. Todo esto lo leo y lo veo mientras en nuestro país se habla de la necesidad de no desperdiciar alimentos y aprovechar los restos de comida. 

Hay varias generaciones en España que no han llegado a tiempo de que sus abuelos o sus padres les contaran cómo se vivía cuando a nadie se le pasaba por la cabeza tirar comida. Excepto a los que tenían mucho, evidentemente. Recuerdo a mi madre aprovechando hasta la última gota de una botella de aceite, y, como ella, miles de madres que sabían lo que era la economía familiar. Cuántas de ellas han hecho un nuevo plato con los restos del día anterior, cuántas se han inventado purés, sopas frías y migas. 

Procuro comprar lo que voy a consumir. Evitó, así, la mala conciencia que me provoca tirar un producto caducado que alguien con hambre se tomaría bien a gusto. En mi caso, cada vez más, cuando leo de hambrunas, de chiquillos a los que sus madres no pueden dar nada de comer, de gente que se acuesta y tiene el estómago vacío desde hace muchas horas, más que pena, siento una vergüenza tremenda.

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