La épica de la carrasca

La carrasca milenaria de Lecina.
La carrasca milenaria de Lecina.
Laura Uranga

El triunfo de la carrasca de Lecina, elegida con récord de votos Árbol Europeo de este 2021, es una noticia feliz que enlaza con la fama ancestral de las encinas, habitualmente llamadas carrascas en Aragón, como árboles sagrados.

 Es curioso que ese carácter extraordinario lo haya adquirido a pesar de su abundancia, ya que era y es una especie común en toda el área mediterránea. Los sacerdotes del oráculo de Dodona, uno de los más renombrados de la antigua Grecia, escuchaban con atención el rumor de las hojas de una encina -en algunas fuentes se dice un roble, árbol de la misma familia y a veces difícil de distinguir- para interpretar a los dioses. La Ilíada cuenta que Ulises llegó hasta allí en su largo periplo para que Zeus, a través de un sonido aparentemente banal y entonces tan cotidiano como lo sería hoy el poso de un café, le indicara cómo regresar a su patria de Ítaca.

Con este nutrido y atávico bagaje, no es de extrañar que el árbol de Sobrarbe fuera también una carrasca, en este caso, postergadas ya las tradiciones paganas, con una cruz latina sobre su copa. Se da la circunstancia de que el emplazamiento del mítico árbol de Sobrarbe en Aínsa dista apenas 36 kilómetros del de Lecina. Y aunque en uno se confundan las nebulosas de la leyenda y en otro se constate la realidad de la estadística propia de una competición, no se puede negar el éxito de ambos.

El árbol de Sobrarbe luce, pese a ser el más reciente de sus motivos, en el primer cuartel del escudo de Aragón. Y las Cortes se aprestaron en salvaguardar el mito, de forma que en 1655 ya se había erigido a las afueras de Aínsa un templete, al estilo del que hubo en la llamada Cruz del Coso de Zaragoza, en el lugar de aparición de aquella cruz que no hizo sino infundir el valor necesario en las huestes cristianas, en los inicios de la Reconquista, para vencer en la batalla a los musulmanes. Una leyenda de la que nace el reino de Sobrarbe y sus famosos fueros, todo ello invenciones interesadas que ya han explicado muchos autores, entre ellos Guillermo Fatás en estas mismas páginas.

La realidad por sí sola no parece capaz de sostener materias tan brumosas como las que forjan las identidades colectivas. Leyendas y mitos se entrelazan con naturalidad con los hechos -en todos sitios- y perviven a través de la heráldica y la simbología en general. Si en el caso de Aragón este conglomerado tiene un significado fundamental es porque hubo de salvar una quiebra histórica en la que todas sus instituciones propias desaparecieron y solo la Historia, y en cierta medida el Derecho, fueron capaces de apuntalar su memoria. Hubo un tiempo en que llegó a ser Aragón nada más que un recuerdo, una identidad anclada únicamente en el pasado, puesto que la integridad de su territorio no era demarcación de nada.

«Perdido para siempre»

La desaparición gradual de su influencia acarreó finalmente la pérdida de sus vestigios más tangibles, las sedes de su poder, bien por ataques sufridos -sobre todo en los Sitios de Zaragoza- bien por desidia o incluso por interés. «Perdido para siempre», escribía el animoso Valentín Carderera, no se sabe si con mayor pesar que indignación, en algunos de sus dibujos. Así se cumplió en Aragón aquella maliciosa sentencia lanzada por Jordi Pujol en los comienzos del Estado autonómico en la que decía que Cataluña, a diferencia de otras comunidades, no tuvo que ir buscando edificios para albergar sus recobradas instituciones. En efecto, Aragón se vio en la necesidad de habilitar un antiguo hospicio y un destartalado palacio de recreo taifal para acoger a la Diputación General y las Cortes. La virtud de esa recuperación fue que constituyó de algún modo una épica moderna capaz, por tanto, de generar adhesiones e incluso entusiasmos.

Concluida esa etapa, es ahora cuando el fragor de los engranajes del Estado de las autonomías, con sus estridentes disonancias, hace más difícil la defensa activa de una identidad aragonesa. Pero frente al ruido ambiental que parece condenarnos al silencio, lo cierto es que las carrascas milenarias, como la de Lecina, continúan murmurando con el viento.

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