Goya, Beethoven y Napoleón

'La carga de los mamelucos' y 'Los fusilamientos del 3 de mayo', juntos en el Museo del Prado.
'La carga de los mamelucos' y 'Los fusilamientos ' de Goya juntos en el Museo del Prado.
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Una de las piezas detestadas por los aficionados a Beethoven más exigentes es su Opus 91. Conmemora una derrota napoleónica en España. Titulado ‘Victoria de Wellington o la Batalla de Vitoria’ (‘Wellingtons Sieg oder die Schlacht bei Vittoria’), lo compuso por encargo, para una interpretación por autómata, según le pidió Johannes Maetzel. Este gran mecánico, había inventado una máquina musical, llamada Panarmónico (parecido a los órganos de feria), y necesitaba una pieza a medida. Uno y otro ganaron buenos dineros con el asunto -y pleitearon por los beneficios- e incluso se llegó a hacer un arreglo para dos pianos y cañones (de verdad). El músico de Bonn no se engañaba sobre su calidad, pero se enfadaba con los reproches, hasta el punto de replicar así a uno de sus críticos: «Lo que yo cague (‘scheisse’) será mejor que cuanto usted pueda crear». La cólera del genio.

El miércoles se cumplen doscientos cincuenta años del nacimiento de Beethoven, a quien todos debemos algo; y en marzo, doscientos setenta y cinco del de Goya, de quien también el mundo es deudor. Aunque no coetáneos, fueron contemporáneos. Los dos gozaron, y sufrieron, con el mayor espectáculo por entregas, político y filosófico, de la Ilustración y su deriva vertiginosa en las etapas revolucionarias que hicieron de Francia un faro -admirado, detestado o ambas cosas a un tiempo- y, en fin, de su gran catalizador, Napoleón Bonaparte, personaje con rasgos de caudillo, libertador y déspota, que dejó huella perdurable en casi toda Europa -baste recordar los nuevos códigos civiles, incluido el español- y, también, en la obra de ambos genios, germano y español.

Beethoven nació antes de que Alemania fuera un estado unificado. Bonn pertenecía al vasto y disperso territorio del Arzobispado de Colonia, cuyo titular era uno de las grandes príncipes electores del emperador alemán. Goya nació en el pequeño pueblo de Fuendetodos, solar de los Lucientes, durante una estancia episódica de su familia, aposentada en Zaragoza.

De los tres personajes, Goya era el más viejo, como nacido en 1746. Napoleón vino al mundo en 1762 y Beethoven lo hizo en 1770. Pero todos morirían en el mismo decenio, siendo el pintor más longevo que ninguno de los otros dos: murió primero el exemperador, en 1821; luego, el músico, en 1827; y, en fin, Don Francisco, en 1828.

Las bombas de Bonaparte

Napoleón bombardeó las ciudades donde ambos genios vivían o tenían a sus deudos y allegados. En 1808, Zaragoza. En 1809, Viena, donde Beethoven residía, y, de nuevo, la ciudad del Ebro.

El músico contempló en directo la terrible acción destructiva de la mejor artillería del mundo -hoy, acostumbrados a los cañoncitos que salen en las películas de época, se subestima su poderío letal- y el aragonés conoció su acción asoladora en el verano y otoño de 1808, entre el primer y el segundo Sitio, invitado por su paisano José de Palafox, que manejaba muy bien la propaganda. Goya quedó impresionado y de la visita surgió la terrible serie de sus ‘Desastres de la guerra’. Del bombardeo vienés, en paralelo, surgiría la hostilidad de Beethoven con Bonaparte, de quien se desquitaría con su Opus 91. El bombardeo de Viena fue nada, comparado con el de Zaragoza, pero Beethoven lo vivió en un sótano, tapándose los dañados oídos. Escribió: «¡Tambores, cañones, miseria humana de toda especie!». Y hubo de pagar impuestos especiales al ocupante ‘libertador’. Pensó en el suicidio: «Sólo mi arte me detiene. No debo dejar este mundo antes de crear todo aquello de que soy capaz». Menos mal, porque aún iba por la Tercera Sinfonía.

En 1808 Goya, sesentón y acomodado, está sordo, como el músico alemán. «En su cabeza tiene todo su mal», dice un amigo. Probablemente acertó con el hoy llamado síndrome de Susac, un mal cerebral autoinmune que comporta alucinaciones, parálisis y sordera.

La ‘liberación’ napoleónica tuvo un precio terrible y la devastación causada por los ejércitos franceses se grabó a fuego en quienes la conocieron. Goya, precoz debelador del fanatismo y de la estrechez mental -’Caprichos’- fue servidor reticente del rey napoleónico José I -a quien retrató-, por su codiciado empleo de pintor de cámara.

El aragonés se libró de sospechas (y es posible que de sus propios remordimientos) con dos enormes e impresionantes lienzos relatando con maestría la rebelión del pueblo español contra las tropas imperiales y sus desmanes. Es verdad que los pintó a posteriori, cuando ya los invasores habían abandonado el suelo peninsular, gracias, entre otras acciones de guerra, a la batalla de Vitoria cantada por Beethoven (y en la que participó Agustina Zaragoza, escapada de su cautiverio).

El primero de los dos (‘El 2 de mayo de 1808 en Madrid’ o ‘Carga de los mamelucos en la Puerta del Sol’) no tuvo problemas. El segundo, sí. Al revés que Beethoven con su éxito político, el horror espantoso reflejado por el aragonés en sus ‘Fusilamientos’, no fue bien acogido por nadie. Goya era Goya. Como ahora mismo.

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