Por
  • Andrés García Inda

Un país de cárcavas

Opinión
'Un país de cárcavas'
Krisis'20

Una regla básica para evaluar imparcialmente las propuestas, decisiones y gestos de nuestros gobernantes es tratar de imaginar qué pensaríamos si lo que unos dicen o hacen lo hicieran o dijeran los otros. Y qué dirían o harían los que toman esas medidas si fueran sus adversarios quienes las adoptaran. Algo así se han planteado algunos de los que se han mostrado tímidamente críticos con la propuesta de modificación del sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial que han hecho PSOE y Podemos. Y digo ‘tímidamente’ porque el argumento les ha servido en este caso para manifestarse en contra de esa reforma pero sin que nadie pudiera pensar (¡Dios nos libre!) que eso les hacía críticos con el Gobierno o simpatizantes de la oposición. Si se oponen a la misma no es porque esta suponga un ataque inmisericorde a la ya precaria independencia del poder judicial, sino por miedo a que sean otros los que puedan aprovecharse: ¿qué sería de nosotros –piensan– cuando otros tengan la mayoría que ahora tenemos? Aunque algún politólogo de postín reconocía sin ambages en las redes sociales que él apoyaba la reforma precisamente porque beneficiaba a su partido, pero que se opondría a ella si otro partido la propusiera. ¿Ven por qué la politología es una ciencia?

De todas maneras, bien mirado, el argumento así esbozado contra la reforma es perfectamente racional, y vendría a ser una variante del criterio al que alude Rawls para diseñar los principios y las instituciones de una sociedad justa: cuáles querríamos que fueran las reglas de juego en una sociedad en la que gobernara nuestro adversario. Que en el fondo es un intento de traducir en la práctica el principio kantiano de universalización o la famosa regla de oro. Lo que ocurre es que en ese caso –en el de Kant, Rawls o la regla de oro– el punto de partida es el reconocimiento incondicional del adversario: es que el otro también debe ser considerado, también puede y debe decidir. Por eso, si diseñamos unas reglas de juego no es porque vamos ganado (o para cuando vamos ganando), sino para favorecer el juego mismo también cuando perdemos.

La sucesión en el escenario político de debates estériles, puramente emocionales y ausentes de racionalidad socava la confianza de los ciudadanos

Sin embargo, el planteamiento de nuestros gobernantes no parece ser ese. Sus propuestas –y la del sistema de elección del CGPJ es un ejemplo más– parecen más bien inspiradas en –y orientadas a– la idea de que el otro no debe ser reconocido y, por eso mismo, no debe gobernar. El vicepresidente segundo del Gobierno hizo alguna alusión expresa en ese sentido, y algo de eso sabe si miramos al modelo venezolano, para ellos ejemplar. Son propuestas que no están hechas para favorecer la pluralidad y posibilitar la alternancia, sino para laminarla.

A ello se suma la fatiga social que producen debates tan sumamente estériles, tan puramente emocionales y tan ausentes de racionalidad y de horizonte desde el punto de vista de la cohesión, pero tan eficaces desde el punto de vista del poder. Debates que no dejan sino un rastro de vacío y resentimiento, como esas cárcavas que producen las riadas o los temporales. Así las polémicas y globos sonda van fragmentando y polarizando un cuerpo social cada vez más escéptico. Resulta sorprendente que nuestros gobernantes se dediquen a jugar al Risk mientras el pueblo se desangra encerrado en una burocrática jaula de hierro. Aunque tampoco sé qué es más aborrecible, si eso o la complacencia cobarde de quienes aplauden y justifican el juego, haciendo de los harapos de la adhesión ideológica incondicional el disfraz de la propia mediocridad.

Y deja un rastro de vacío y de resentimiento, como esas cárcavas que producen las riadas

Insistía hace poco en esta tribuna Pilar de la Vega, con toda razón, en la necesidad de recuperar la confianza. Pero la confianza es una disposición que presupone la existencia de una gramática moral común. Confiamos en los otros porque compartimos algo con ellos: unas mismas creencias o valores, un sustrato básico común, aunque sea el de una misma humanidad, por encima de las diferencias existentes. Esa base de valores compartidos nos remite a aquello que es importante o sagrado para todos: la libertad de conciencia, el respeto a la palabra dada, el valor de la verdad por encima de la mentira, etc. Desafortunadamente, vivimos en un tiempo en el que todo eso se pone en cuestión, y quienes nos gobiernan están reduciendo a escombros esos pequeños pilares sobre los que edificar la confianza posible. Todo ha sido convertido en márketing. En un suelo tan agrietado es difícil andar juntos y mirar hacia adelante.

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