Ser devorada por el mar: la maldición de la isla de Buda, en el delta de Ebro

Gabi Martínez crea un híbrido entre ficción y ensayo para contar su experiencia de vivir un año en ese territorio, en trance de desaparecer.

Gabi Martínez, en la casa donde vivió un año en Buda, una isla en trance de desaparecer por la crecida del mar.
Gabi Martínez, en la casa donde vivió un año en Buda, una isla en trance de desaparecer por la crecida del mar.
Iván Giménez

El rumor del mar y el chapoteo de las ranas velaron un sinfín de noches el sueño de Gabi Martínez, solo interrumpido por el incordio de los mosquitos. Este sonido acompañó al escritor, que decidió afincarse durante un año en Buda, una isla del delta de Ebro condenada a desaparecer si no se pone pronto remedio. La casa destartalada donde fijó su residencia, La Pantena, será seguramente engullida por el mar. Tres borrascas más y desaparecerá de un plumazo por culpa de la crisis climática, un demonio que planea sobre este hermoso territorio donde confluyen tierra, río y mar y que constituye el humedal más grande de la península después de Doñana. 'Delta' (Seix Barral') es la nueva novela de Martínez, quien emplazó su oficina en una duna, a treinta metros de un miniespigón donde se fundían las aguas dulces y saladas.

Por estos parajes el agua baja demasiado clara, lo cual es un drama. El Ebro, uno de los ríos más intervenidos del mundo, está plagado de pantanos que impiden que los sedimentos formen barreras naturales con los que refrenar el empuje del Mediterráneo. Las borrascas, además de desmoronar barras de arena y malecones levantados con prisas, devoran metros de costa a marchas forzadas, circunstancia que hará de esta isla una reliquia submarina. «No soy científico, además no me gusta presentarme como tal. Los expertos aseguran que si acontecen dos o tres tormentas más, la casa donde yo he estado ya no será habitable», lamenta Gabi Martínez.

«Ahora mismo el Mediterráneo y todo el mundo se están cargando de calor y cuando eso se despliegue va a venir en forma de grandes tormentas», asegura el novelista, cuya obra se inscribe en la tradición de lo que acuña como 'liternatura' (lo que los anglosajones denominan 'nature writing'), en la mejor estirpe de escritores como Henry David Thoreau y su libro 'Walden'. Como Thoreau, Martínez se rinde a la llamada de lo salvaje, que no es sinónimo de aislamiento. «Somos seres sociales y solamente sobreviviremos de verdad si actuamos conjuntamente».

Escritor de literatura de viajes, Gabi Martínez (Barcelona, 1971) ha gestado un artefacto narrativo que se ha dado en llamar novela, pero en el que trenza técnicas de la ficción con las del reportaje, el ensayo y la autobiografía, aderezado todo ello con un logrado acento poético. En cierta medida el libro es un relato coral, pues a las voces de los agricultores del arroz, del ecologista, del propietario de la isla, se suman la presencia del siluro, la garceta bueyera, los caballos y burros, las fochas y los patos.

Territorio de fronteras

El delta del Ebro es una encrucijada, un lugar situado en la comarca del Montsiá (Tarragona), fronterizo con la Comunidad Valenciana y a un tiro de piedra de Aragón. Allí conviven el catalán y el castellano, la jota y la sardana, las gentes venidas de fuera y los autóctonos.

Después de pasar un año en un refugio de la Siberia extremeña rastreando la memoria de su madre, que se crio en la dehesa, el escritor llegó al Mediterráneo para buscar las huellas de su padre, al que asocia con la luz del Mediterráneo. «Con mi padre estuve trabajando hasta los 16 años como pintor de paredes. Le veía mezclar los colores, que cambiaban según fuera la incidencia de los rayos. Eso lo llevo conmigo».

La idea de la muerte planea sobre la novela, algo comprensible porque cuando escribía el libro su padre estaba enfermo. Pero además, el final del río induce a pensar en la muerte, el delta es un espacio frágil en el que la imagen del Ebro desbordado o el Mediterráneo avasallando la costa es más una certeza que una intuición. «El delta es el principio de algo, pero también un final».

El escritor ha querido apostar por una escritura que no ha abundado mucho por el solar nacional. «Un día me di cuenta de que España carece de una literatura no ya de naturaleza, sino de una literatura del agua. Hemos arrasado la costa y nos hemos limitado a ver el agua como un lugar donde bañarnos. En 'Delta' se propone que pensemos en el agua, en la dulce, la salada, la de la laguna y la que discurre por un canal».

Al igual que el agua, otro elemento de la idiosincrasia de Buda es la presencia de los toros. Los 'bous' remueven la tierra, trasladan semillas, impiden que los llanos se conviertan en selvas. «Aquí el toro es visto con una mirada diferente. La fiesta es sin sangre. He discutido con un ganadero de toros ejemplar, y en ese debate había algo fértil que contribuye a entablar lo que Thomas Berry llamaba la gran conversación entre el hombre y la naturaleza».

El nombre de la isla de Buda procede de una planta muy prolífica, la enea, allí llamada «bova» y que por el uso ha devenido Buda

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