ARTE. OCIO Y CULTURA

Quinita Fogué: "El taller es mi mundo y ahí me siento libre para vivir intensamente"

La pintora turolense es objeto de una gran exposición en el Museo de Teruel: 'El álbum de la memoria', que recoge casi cuatro décadas en el arte

Quinita Fogué acaba de ser premiada por los críticos aragoneses de arte.
Quinita Fogué acaba de ser premiada por los críticos aragoneses de arte.
A. C. /Heraldo.

«Nací y viví en Bañón hasta los 19 años. Éramos cuatro hermanos, pero se murió una hermana de sarampión, en 1942, yo no la llegué a conocer, y mi madre, que era muy lectora y coleccionaba las revistas de ‘Blanco y negro’, rara vez hablaba de ello. Le dolía mucho aquella pérdida. Mi padre era campesino y también tenía ganado ovino. La casa familiar, que ahora es mía, tenía cuatro plantas con muchas ventanas y balcones al valle del Jiloca. Y a mí, desde muy niña, me gustaba mirar a lo lejos: el horizonte que me parecía infinito porque no se acababa nunca, los colores, la tierra, que siempre me ha impresionado», dice Quinita Fogué (Bañón, Teruel, 1944), que expone una antología de su obra en el Museo de Teruel bajo el título de ‘El álbum de la memoria’.

¿Desde cuando pinta?

Desde muy niña. Era muy soñadora y me gustaba mucho dibujar. Hacía cuentos y canciones, y estaba siempre como soñando. Tejía sueños. Siempre me recuerdo así, aunque en mi casa no había tradición plástica alguna. Y siempre hacía cosas más bien abstractas.

Qué curioso.

Me gustaban muchos aquellas tierras de secano, donde mi padre plantaba cereal: trigo, avena, cebada, centeno. Y también me impresionaba el azafrán.

¿Ya se valoraba tanto como ahora?

Por supuesto. Lo llamábamos el oro rojo por el color tan bello de sus hojas. Casi todo el mundo tenía, y se utilizaba para las bodas.

"En casi todos mis cuadros hay como una línea que atraviesa toda la obra, y que es como un apoyo. Y hay ventanas, que tienen mucho que ver con las ventanas de Bañón que se abrían al valle fértil y hermoso del Jiloca, y me permitían ver el infinito, la tierra en todo su esplendor. En verano, Bañón me recuerda a un mar blanco. Y también hago círculos"

¿Qué quiere decir?

Cuando se casaba un hijo se vendía lo que se tenía para contar con un dinero añadido. Como cosa curiosa, teníamos una era donde se trillaba. Ahora ese espacio yo lo he convertido en un jardín. En casa había muchas cosas evocadoras: libros, carteles, revistas, folletos y, sobre todo, discos de La voz de mi amo, de música clásica o de ópera. Teníamos un gramófono grande y azul, que desaparecería años después con todos esos materiales.

Y se vino a Zaragoza.

Sí. Con mi hermana Mari Carmen (también tengo otro hermano, Tomás), y alquilamos una habitación con derecho a cocina en la calle Jusepe Martínez. El señor que nos acogía era Miguel de Vega, el bibliotecario del Casino Mercantil, y a él le gustaba mucho pintar. Hacía copias de cuadros y poseía un gran sentido del color. Y me contagió su pasión. Éramos como de la familia y nos dejaba compartir otros espacios de su casa.

¿Cómo evolucionó?

Entré a trabajar en una panadería y repostería, donde estuve cinco años. Y apareció el que iba a ser mi marido, José Luis, que tenía un alto cargo en Previasa. Estuvimos de noviazgo cinco años. Y nos casamos en 1969. Dejé de trabajar para dedicarme a mis hijas. Primero nació Eva, en 1970, y más tarde Rebeca, en 1975. Con el primer parto, sufrí una depresión.

¿Y eso?

No lo sé, quizá porque fue un parto muy dirigido y no me enteré de nada, pero no podía dormir. Pasé temporadas horribles y tomaba valium para intentar descansar. Fue una época angustiosa. He visitado a lo largo de mi vida muchos psicólogos y psiquiatras, y aún ahora duermo con mucha dificultad.

¿Cómo logró remontar?

Con mucha dificultad. A modo de terapia, sabiendo que me gustaba la pintura, me aconsejaron que hicieran bodegones y paisajes. Quise apuntarme a la Escuela de Bellas Artes para hacer cerámica.

¿Por qué cerámica?

Porque me encanta tocar la tierra, amasarla, sentirla, pero allí no había torno, tenías que ir a Utebo o Valdefierro. Lo dejé e hice cuatro cursos de esmalte con Pilar Castellano: hice transparencias, excavados, todo lo que se podía hacer. Y a mediados de los años 80, realicé mi primera exposición individual en Caixa Barcelona, en la plaza de Aragón. Ahí empezó mi carrera: luego expuse en otros lugares, en Madrid, etc.

Pudo desarrollar su vena artística.

También pertenecí al grupo Salamandra de grabado. Aprendí todas las técnicas, pero sentía que necesitaba otra cosa, que me gustaba construir obras grandes. Por ello, en mis exposiciones, siempre hay alguna obra de gran formato, de dos metros por dos metros.

¿Por qué?

Necesito espacio, amplia superficie. En casi todos mis cuadros hay como una línea que atraviesa toda la obra, y que es como un apoyo. Y hay ventanas, que tienen mucho que ver con las ventanas de Bañón que se abrían al valle fértil y hermoso del Jiloca, y me permitían ver el infinito, la tierra en todo su esplendor. En verano, Bañón me recuerda a un mar blanco. Y también hago círculos.

"Siempre he sabido de dónde vengo y a dónde voy. He recorrido muchas ciudades, he visto muchos museos, me he asomado al infinito, pero creo que en este gran viaje de mi vida quería que terminase en Teruel y en el Museo de Teruel"

¿Tenía usted maestros, influencias? Desirée Orús, comisaria de ‘El álbum de la memoria’, habla de una pintora norteamericana: Helen Frankenthaler.

Yo soy autodidacta. Y mi método de trabajo es sencillo: hago un boceto en el lienzo, pero luego lo olvido por entero. Creo que otro rasgo de mi obra es que siempre hay una alusión a la soledad, a la despoblación, a los lugares olvidados, asuntos que me preocupan.

Viendo algunos de sus cuadros y la distribución de sus elementos, que funcionan como símbolos, parece claro que sí conocía bien a Kandinski y a Paul Klee.

Sí, claro, pero no los he seguido. Soy incapaz hasta de copiar incluso a mí misma. Sí me gustan los colores, el naranja y el amarillo que tanto le gustaban a Vincent Van Gogh, el amarillo dicen que es un color muy espiritual. A mí me sirve casi todo: además de estos elementos, siempre me interesan las telas, los recortes de papel, me gusta hacer instalaciones. Y todo ello dialoga con mi memoria.

A usted le gusta mucho viajar y siempre adquiere cuadernos.

Los compro y también me los traen amigos. Son distintos, de tamaños, de papeles. He hecho más de 30 cuadernos de artista, donde pinto y escribo. Reflexiono sobre la búsqueda de acompañamiento, la soledad, la belleza. Esos cuadernos reflejan mi intimidad.

¿Son su taller portátil?

Quizá. El taller ha sido y es muy importante en mi vida. En Bañón tengo un taller y ahora estreno otro en Zaragoza. Y siempre tengo una ventana en el cuadro para escapar. He pasado momentos malos, angustiosos, he ido llorando al taller y he vuelto a casa con una inmensa felicidad y con una sonrisa de oreja a oreja. Ahí, en el estudio, con mis colores y mis sueños, me encuentro. Estoy en mi mundo, y ahí eres libre para vivir intensamente. El arte es mi vida y mi salvación.

¿Está feliz con su exposición en el Museo de Teruel?

Por supuesto. Siempre he sabido de dónde vengo y a dónde voy. He recorrido muchas ciudades, he visto muchos museos, me he asomado al infinito, pero creo que en este gran viaje de mi vida quería que terminase en Teruel y en el Museo de Teruel. De niña, cuando mis padres nos llevaban a Teruel, pensaba que era Nueva York. Un lugar increíble. Muchos años más tarde fui a Nueva York y allí me di cuenta de que no tienen ni el mudéjar ni el modernismo de Teruel.

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