LIBROS. OCIO Y CULTURA

José Hierro, el poeta que sabía maldecir y labrar la tierra cumpliría hoy un siglo

El autor de 'Cuanto sé de mí', 'El libro de las alucinaciones' y 'Cuaderno de Nueva York' sigue muy vivo en la lírica hispánica

José Hierro.
José Hierro.
Oliver Duch.

“Un poeta que titula un libro ‘Cuanto sé de mí’ (1957) no es un poeta cualquiera”, dijo en una ocasión, con la vista puesta en el horizonte, mi primer profesor de Literatura: Xosé Tobá Quintáns. Volvía de estudiar en Santiago, con sus apuntes y el eco de la espuma de Muxía en las sienes. Se había curtido en la lírica de Eduardo Pondal y de Rosalía de Castro, que se había inspirado en su villa marina para redactar ‘La hija del mar’. La frase impresionaba porque habíamos acabado de oír hablar de García Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti y de Jorge Guillén, entre otros, que parecía su poeta favorito y no tardaría en retirarse del mundo ante el mar de Málaga.

Me quedé con el nombre para siempre, y un día cayó en mis manos, su monografía de la colección Júcar, que leí con fruición. Y luego, no sé en qué momento, cuando los poetas aparecían en TVE sin complejo alguno, vi a aquel hombre espigado, con voz de rapsoda, capaz de hacer muchas cosas. Años después en 1988, en el Gran Hotel tuve la suerte de conocer a Pepe Hierro: le encantaba decir tacos y escandalizar suavemente. Aquella tarde, en la rotonda, habló de todo: de su infancia, de sus días de Santander, de sus años de cárceles, algo más de cinco años, y de algunas amistades inolvidables como el poeta José Luis Hidalgo, su maestro Gerardo Diego, un virtuoso del poema y de la música, y Juan Ramón Jiménez, que tenía fama de extravagante. “Escribe el verso como la canción del agua. Calculo que ese hombre no tenía sangre en las venas sino pura poesía”. José Hierro me regaló alguna otra confidencia. Y firmó el ‘El  libro de las alucinaciones’.

Volvimos a vernos años después, venía a dar una charla a Ibercaja y estaba aún fresca la tesis doctoral que le había dedicado Gonzalo Corona. En un café del paseo Sagasta me firmó su libro ‘Agenda’, por el que sentía una gran devoción, sentía que era su gran libro y había pasado inadvertido. Recuerdo que me lo dedica con tinta azul, que hizo un árbol de muchas ramas de alambre y que vertió coñac sobre la páginas y arrastró el pulgar. 

La última vez que lo vi fue en el Paraninfo, creo que había sido invitado por José-Carlos Mainer y José Luis Calvo Carilla, estaba intentado dejar de fumar y llevaba una maleta de oxígeno. Parecía un leñador turco o un luchador de sumo que se había quedado escuálido y que era capaz de atraer insectos y escopiones hacia su morena frente. Apenas unos meses antes había entregado uno de sus mejores poemarios: ‘Cuaderno de Nueva York’. Ahora cuando se cumple un siglo de su nacimiento, seguimos recordando ese volumen: nace de Lorca, de la música, del jazz de Nueva York y de un amor otoñal que le enjoyó la vida y la palabra. 

El oscense Antonio Santos, que lo ha retratado admirablemente para Nórdica con el escritor Jesús Marchamalo en ‘Hierro fumando’, dice: “Hubiéramos competido, deportivamente, en lo de hacer paellas y me hubiera dejado ganar. Así que hacer este libro es algo entrañable, algo que le debía a un amigo imaginario”. Agrega: “El personaje tenía una cabeza polivalente: de legionario, de patricio romano y de poeta medieval como Manrique”.

Tal día como hoy este poeta del reportaje y la alucinación, existencial y transido de humanidad, poeta del amor y del mar, del naturaleza y del sueño, habría cumplido un siglo. Adoró el campo, el arte, realizó hermosas acuarelas y de cuando en cuando le visitaba la musa de la poesía y le dictaba: “En la boca me nacen / palabras de fuego. / Como llamas silenciosas / me abrasan por dentro”.

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