Del amor, la venganza y el dolor
Entre Beckett y Chéjov, entre el amor y la venganza provocada por el desamor, entre el cine y el teatro. Sobre estos tres elementos discurre ‘Drive my car’, un filme que llega poco más de dos meses después del anterior trabajo del japonés Ryüsuke Hamaguchi y que para muchos puede ser el gran triunfador de los próximos Óscar. Estamos ante una obra que hay que ver en calma, sin prisas y con la cabeza muy despejada. Lo recomiendo así porque es la mejor manera de acercarse y de disfrutar de un argumento, creado a partir de un cuento de Murakami, en el que el espectador se habrá de enfrentar a personajes inasibles y a situaciones complejas.
Y en el que, también, la palabra dicha, los largos monólogos, los pensamientos dichos en voz alta y las historias que surgen mientras los protagonistas hacen el amor, son tan intensos y parte tan principal del filme como lo son cada uno de sus personajes. Y, junto a ellos, ese otro elemento que se convierte en escenario rodante e imprescindible para entender y asimilar todo lo que aquí sucede. Me refiero al coche rojo, testigo de tantas conversaciones y reflexiones.
La historia de un dramaturgo y su mujer, con alguna infidelidad y alguna pérdida de por medio, se le sirve al espectador como una larga entradilla de más de media hora, tras la cual, puestos ya los títulos de crédito, comenzará la historia que Hamaguchi -Murakami mediante- se dispone a contar. En ella habrá discursos, sí, reflexiones, constantes alusiones al ‘Tío Vania’ que algunos se disponen a ensayar, y, sobre todo, se desarrollará lo mejor de ‘Drive my car’: la relación que irán sellando el actor y dramaturgo protagonista del filme y la joven chófer que le llevará por los caminos de Hiroshima.
‘Drive my car’ es, en mi opinión, demasiado larga, excesiva en cierto sentido, dejándose llevar por el uso de la palabra como protagonista. Pero es una película con alma, con vida, con mucho sentimiento, y dolor, y deseos de venganza. Es ese cine que te entra y te acompaña largamente.