LITERATURA ESPAÑOLA. ARTES & LETRAS

Frío en Madrid, otro adiós a Almudena Grandes

In memoriam: retrato con intimidad y dolor de la autora de ‘Inés y la alegría’

Almudena Grandes. Una mujer de gran personalidad humana y literaria.
Almudena Grandes. Una mujer de gran personalidad humana y literaria.
Laura Uranga.

Hoy hace frío en Madrid. Hoy hace frío en Zaragoza. Hoy tengo frío. Se nos ha ido Almudena Grandes, ese referente mayúsculo no solo de la narrativa española, sino de la literatura como memoria y justicia. Pero no quiero hablar de esa Almudena que todos conocen. Quiero hablar de esa mujer extraordinaria que conocí más allá de los círculos literarios, cuando llegué a Madrid; ese tiempo en el que la vida era puro sueño, puro futuro y, también, puro frío. El tiempo en el que Luis García Montero me abrió las puertas de su casa y, al otro lado, Almudena Grandes me recibió con una sonrisa.

Dice Juan Cerezo, su editor de toda la vida en Tusquets y, por sobre todo, su amigo, que Almudena era un perro verde dentro del panorama literario, que desde el comienzo decidió entregarse a sus lectores más que a las intrigas palaciegas de la literatura, y que siempre que pudo recomendó nuevos autores con una generosidad que escasea. Pues bien, yo, aunque nunca llegué a editar con Tusquets, fui uno de esos autores.

Conocí a Almudena en enero o febrero de dos mil. Fue en una actividad en la Residencia de Estudiantes a la que me había invitado Luis García Montero. Después de la lectura, Luis me presentó a su mujer y a sus amigos, y además me invitó a su casa. Fue en aquella oportunidad que me atreví a contarle que había escrito una novela sobre la dictadura chilena. Y entonces me habló de Tusquets, de Beatriz de Moura, de Juan Cerezo. Ella misma le dijo a Juan que le mandaría la novela. Lo pienso ahora y veo la belleza del gesto, que como tantas cosas importantes, se olvidan.

Si me miro desde fuera, en aquel entonces yo era un inmigrante pobre que tenía un sueño y persistía en él; un chileno, hijo de una dictadura salvaje, que pensaba que sabía algo; un chaval solo, sin papeles, hambriento por vivir de la literatura, seguramente equivocado y pese a la timidez, demasiado seguro de sí mismo. Fue a ese chico de 26 años al que acogieron en esa casa, lo escucharon, le dieron alas, lo llevaron de un sitio para otro, conversaron con él y lo tomaron en serio.

Almudena y Luis. Luis y Almudena. Sigo preguntándome: ¿por qué podía llegar a esa casa como un amigo más?, ¿por qué Almudena me preparaba un té y me ofrecía conversación como si tuviera algo que decir?, ¿por qué los dos me escucharon, me protegieron, me dieron calor? ¿Por qué tenemos que enfrentarnos a la pérdida para ubicar en su justo lugar a las personas que pasan por nuestra vida?

Gracias a Almudena, Juan Cerezo me tomó cariño y me invitó, cuando peor estaba, a ser lector de Tusquets. Luis fue quien consiguió el espacio para que publicara mi antología de poesía chilena en Visor y, así, saliera del anonimato. Pero no es eso. O no es solo eso. Y allí está el secreto. Allí, el aprendizaje. Se llama humanidad. Porque no hay generosidad sin humanidad. Y esa humanidad no se demuestra ante el que tiene, sino con el que no tiene nada, y ese era yo entonces. Sentí la mano abierta de Almudena Grandes, que grande tenía el apellido, pero aún más, el corazón.

Es en este momento que de verdad comprendo el amor entre Almudena y Luis. Yo, que lo vi y lo viví recién lo siento. Un amor que excede lo literario, un amor más allá de la contingencia, de la inteligencia, del cuerpo: un amor total. Y me duele en lo más profundo, porque cuando es la humanidad la que se enamora, la muerte también la mata un poco al despedirse del ser amado, y pienso en Luis, pero también en sus hijos: Mauro, Irene y Elisa.

Ahora, con mi hija de siete años apoyada en mi barriga, leyendo uno de sus libros favoritos, la recuerdo en el salón de su casa, contándome el argumento de la última novela que estaba empezando a escribir y que luego se transformaría en ‘El corazón helado’, apasionadísima, con esa voz que lo llenaba todo y hacía de la vida una cámara de resonancia, para después de un rato preguntarme «sobre ti, Almudena, escribo sobre ti, para darte las gracias que no supe darte, para decirte que en mi casa siempre tendrás tu hogar, y que mis hijos te conocerán y sabrán que eres aquella mujer generosa que una vez abrió las puertas de su casa para cobijarme, junto a los suyos, del frío de Madrid».

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