LITERATURA. ARTES & LETRAS

La biblioteca del escritor y médico aragonés Julio Frisón (1946-2019)

Recuerdo y viaje a través de los libros, perfectamente elegidos, del autor de 'El altísimo secreto', entre otros volúmenes

Recuerdo del escritor y médico Julio Frisón.
Retrato de Julio Frisón, que fue médico de Vázquez Montalbán o Bigas Luna, entre otros.
Archivo Familiar Frisón.

La cura del cuerpo y la del alma, esta fue la vocación del médico y escritor Julio Frisón, un amigo especial al que no puedo olvidar. Zaragozano y aragonés hasta la médula, sentimiento del que hacía gala con orgullo, después de estudiar la carrera de Medicina se instaló en Barcelona en 1970, ciudad en la que comenzaría esa larga relación con sus pacientes y con las palabras, con la sanación y la cultura, sus dos grandes pasiones. Y todo aderezado con su peculiar sentido del humor, que me hacía esperar cada encuentro, cada cena en su casa o en la mía, con un ansia difícil de refrenar. Al fin y al cabo, quizá la risa sea también un buen remedio para los males del cuerpo y del alma, y él la prescribía con abundante generosidad. Solo su muerte, acaecida en agosto de 2019, pudo impedir que siguiera regalando salud a sus familiares y amigos.

Siempre había admirado la biblioteca que Julio Frisón tenía en su apartamento. Cuando me invitaba a cenar me entretenía repasando los lomos de sus libros. En 2019 murió y su familia me dejó rebuscar en esas estanterías para quedarme algunos de recuerdo. Pasaba la mano al azar, extraía uno de los volúmenes y allí estaban Galdós o Corpus Barga, Eliade o Kadaré, Kipling o Faulkner. No había libro malo. No pude localizar ni uno solo. Ni siquiera esos volúmenes que a veces regala la prensa los domingos, o que uno recibe en un cumpleaños por alguien que desconoce tus gustos, ni un ‘best seller’. Julio solo tenía la mejor literatura universal: bastaba alargar la mano para aferrar los tomos de Aub, Carpenter, Fuentes, Sender, Onetti o Rulfo; seguir en otro anaquel para encontrar a Henry James, Huxley, Irving, Thackeray o Sterne; a Doderer, Broch, Mann o Lebbert; a Mahfuz, Pamuk, Abe o Tanizaki. Cito a estos autores al azar de los recuerdos como podría haber citado a otras centenas quizá.

«No quiero parecer desmedido ni infatuar conocimientos librescos pero nuestro espíritu, el de mis mejores amigos y el mío, era un verdadero panteísmo de conocimientos, inagotable y obsesivo", escribió Julio.

Busqué entre sus libros el papel que contenía el argumento definitivo que demuestra que Dios existe. Me hubiera encantado conocer de primera mano la prueba irrefutable de la existencia de la divinidad. En su libro de debut, ‘El altísimo secreto’ (Muchnik Editores, 1989), Julio fabula con este argumento: un personaje oscuro descubre ese papel en la biblioteca de sus tías difuntas y se lo lleva al obispo de su diócesis. Y este a un cardenal en Madrid, con quien viaja a Roma para encontrase con su Santidad. El Papa de su novela llega a exclamar: «Se trata de la noticia por escrito de un apocalipsis, de un hecho que no dudamos en considerar caótico». No hay duda, esto es definitivo: Dios existe y no hay peor tragedia para la cristiandad. Veinte siglos buscando la prueba de la existencia de Dios y ahora que la tienen se avecina la catástrofe y la curia romana se pone a temblar.

Y así, rebuscando pude encontrar también un libro de Arthur Miller que me llevó a recordar esa historia que contaba él sobre Jacobo Muchnik, el padre de Mario. Julio cenaba muchas veces con Jacobo en un restaurante de la avenida Diagonal, el Tramonti 1980, y en donde en una ocasión compartieron mantel con Lou Reed. Pues bien, Jacobo fue amigo y editor de Miller en Argentina antes de venir a España en 1962, con el que tuvo no pocos encuentros en Estados Unidos, con él y con Marilyn Monroe. Cuando le oía contar esta historia, a mí me hacía ilusión pensar en la cercanía de Marilyn, al fin y al cabo, solo me separaban tres pasos de ella, Julio-Jacobo-Marilyn. Y cuatro pasos, puestos a fabular, del mismísimo JFK.

También encontré la segunda novela de Julio, ‘La autopsia de Vanity Lo’ (Anaya & Mario Muchnik, 1994), la vida de un travestido contada por el ayudante del forense mientras le hacen la autopsia. Su profesión, la medicina, que el practicaba en su consulta del antiguo edificio Quirón, le procuró también la posibilidad de conocer a personas extraordinarias, de las que siempre nos contaba divertidas anécdotas, como a Manuel Vázquez Montalbán, Bigas Luna o Isabel Gemio. Y Ramoncín. Una vez que viajé a Madrid, Julio se empeñó en que debía conocer al músico. Lo llamó y, efectivamente, Ramón me llevó de farra por Madrid dos noches seguidas para ver sendos conciertos de la Orquesta Mondragón y de Mercedes Ferrer, antes de seguir de copas hasta la madrugada.

Panteísmo de conocimientos

Como cuentista, Julio fue también un escritor concienzudo. Recuerdo con especial cariño ‘No deis patadas a las piedras’ (Anaya & Mario Muchnik, 1993), gracias al que le conocí firmando ejemplares en la feria del libro de Huesca, en mayo de 1994, y ‘Si yo te contara’ (Edhasa, 2015), que tuve la oportunidad de presentar en junio de 2015 en la Academia de la Historia de Barcelona.

Su profesión, la medicina, que el practicaba en su consulta del antiguo edificio Quirón, le procuró también la posibilidad de conocer a personas extraordinarias, de las que siempre nos contaba divertidas anécdotas, como a Manuel Vázquez Montalbán, Bigas Luna o Isabel Gemio. Y Ramoncín.

En aquel acto argumenté que Julio practicaba una literatura escrita en la más pura tradición del humanismo clásico. Y con un sentido del humor extraordinario, del que hacía gala también en su vida cotidiana. Cuántas veces no le escuché narrar una breve y desternillante historia en el curso de una cena, con una copa de vino y un cigarrillo entre los dedos.

En fin, que no he visto una biblioteca igual en mi vida y dudo de que puede verla algún día. No he tocado una biblioteca así nunca, y el recuerdo de esos tres días gastados en su casa, cuando ya estaba ausente, me entristece profundamente. Pero, acto seguido, también me alegra. Leí sus libros, pasé mi vista por donde antes la había pasado él, me hice preguntas parecidas a las suyas, disfruté con tanta intensidad como estoy seguro de que disfrutó él. Al principio, desconcertado y con melancolía, después más seguro y orgulloso de seguir sus pasos de lector.

Una literatura que invitaba a una lectura reflexiva, pensada para ser leída en la butaca del salón, en una hamaca en el jardín, en soledad y silencio absoluto, con una copa de vino al alcance de la mano (un reserva de Rioja, como a él le gustaba). Una literatura sabia y humana, como la que él practicó en su tercera novela, ‘Volar bajo la luna’ (Centro UNED y taller de Mario Muchnik, 2002), un dechado de erudición que me lleva a recordar las últimas palabras escritas por Julio en su obra inacabada y póstuma, ‘Memorias de invierno’, cuando rememoraba su vida en la Facultad de Medicina de Zaragoza, allá por 1968: «No quiero parecer desmedido ni infatuar conocimientos librescos pero nuestro espíritu, el de mis mejores amigos y el mío, era un verdadero panteísmo de conocimientos, inagotable y obsesivo. La diosa Mnemosine, la diosa de la memoria, nos premiaba con el revoloteo de sus hijas las musas, a las que sin saberlo ofrecíamos culto. Pero sobre todas ellas a Polimnia, la musa del afán de saber, la que da título al séptimo libro de ‘los nueve libros de la historia’ de Heródoto».

Y su vida, como su obra, siguió este dictado punto por punto. La prueba, la enorme biblioteca que dejó a su muerte y que sigue poblando mi imaginario, casi tres años después, una vez que ya se ha disgregado.

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