literatura. cuentos contra el virus

'Bicicleta', un cuento de viaje por Zaragoza por Zaragoza

La autora de 'El retrato de Carlota' o 'La noche más oscura' recorra y evoca el trayecto desde Torrero a la plaza del Pilar

Ana Alcolea. Cuentos contra el virus / 14
El placer de imaginar una bicicleta de Ana Alcolea.
Víctor Meneses.

Hoy me he levantado con ganas de dar un largo paseo con la bicicleta. Hace meses que no la cojo. Está en la terraza, donde ejerce de galán de noche. La limpio con un trapo humedecido. Me monto y empiezo mi paseo. Al lado del canal hay un carril bici que nunca había utilizado. De hecho, me molesta tener que pararme y dejar pasar a los ciclistas domingueros cuando salgo los fines de semana a pasear. No obstante, admito que a los que menos aguanto son a los que llevan el patinete eléctrico. Van tiesos como si se hubieran tragado el palo de una escoba. Tiesos, erguidos, arrogantes para no perder el equilibrio. Porque si se caen se rompen la cabeza: la mayoría va sin casco protector. "Que les den", pienso mientras me adelanta uno a la altura del puente de San Jose. Sigo mi pedalear y llego hasta la iglesia de san Antonio. 

Pienso en los cientos de muertos italianos que ha habido ahí dentro hasta hace poco. Vinieron a una guerra, y se murieron de frío, de balazos o de bombas. Llevaban botas de cartón. Me acuerdo de todas las bodas que veíamos mi madre y yo cuando pasábamos junto a la puerta de la iglesia a la salida del colegio. Nos encantaba mirar los vestidos de las novias y de las invitadas. Los de los hombres no tenían ningún interés. Los trajes masculinos son siempre aburridos: donde estén unos buenos encajes y unos buenos zapatos de seda. Pienso que los cardenales son los únicos que llevan bordados en sus ropas y zapatos de salón. El pensamiento y la risa que me dan casi hacen que me caiga de la bicicleta. "Castigo de Dios", pienso, que era una frase muy de mi madre cuando pasaba algo malo. 

Entro en el Parque Pignatelli. Por alguna razón que ignoro, nunca me gustó la fuente. Me daba miedo, como si fuera un portal que me podía trasladar a un lugar donde todo se hacía más grande y yo veía mi insignificancia. Veo que los chorros siguen saliendo como entonces. Pero, "¿a dónde va a parar el agua de las fuentes" pienso, porque supongo que no estará eternamente girando como en una rueda de desfortuna. Sigo por Cuéllar y paso junto a lo que fue una imprenta y ahora solo es un garaje. Siempre me apeno cuando paso por allí y sé que ya no existe el olor a tinta ni la música de las linotipias imprimiendo cuadernillos. Supongo que ahora olerá a gasoil y a pis de perro. No sé por qué pienso lo del pis de perro, pero lo pienso.

Bajo por Sagasta y veo a ancianos acompañados por señoras de más allá del mar. Las miradas de los unos y de las otras vagan por el aire y se encuentran con sus respectivos pasados, con momentos a los que querrían volver, pero no pueden. No existen máquinas del tiempo y las del espacio hoy están paradas.

Llego a la plaza de Aragón. Las banderas siguen ondeando al viento. Pero hasta el viento está quieto. Será que las impulsa el aire de los últimos suspiros de todos aquellos que sucumbieron y cuyos cadáveres siguen enterrados en diferentes lugares de la ciudad.

Paso por lugares donde antaño hubo palacios que destruyeron bombas y cañones. Junto a bancos que un día fueron hospitales y conventos. Más muertos bajo el suelo sobre el que piso. Más suspiros y más fuegos fatuos que siguen moviendo las ruedas dentadas de la ciudad. Tal vez también las de mi bicicleta.

Llego a la gran plaza, inmensa, catedralicia. No puedo cruzarla con mi bicicleta. Escucho las campanas y las plegarias que se han dicho dentro a lo largo de los siglos. Todas ellas están en el aire con el que me cruzo. Llego a la orilla del río. La visión del agua me despeja.

El río. El canal. La bicicleta. Sigo donde empecé. No sé ir en bicicleta. Nunca aprendí. El pitido del horno me dice que el bizcocho ya está terminado. El de la bici estática me informa de que he recorrido cuatro quilómetros y medio. Bien.

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