entrevista

Irene Vallejo: "Los griegos y romanos nos regalaron libros, librerías y bibliotecas"

La escritora y columnista de HERALDO da un salto en su trayectoria: publica en Siruela ‘El infinito en un junco’, una ensayo de los libros y los escritores en Grecia y Roma

La escritora y columnista de HERALDO Irene Vallejo.
La escritora y columnista de HERALDO Irene Vallejo.
José Miguel Marco

¿Por qué ha escrito este libro, cómo ha emprendido el viaje?

En primer lugar, nace de mi fascinación por el libro, ese invento maravilloso que surgió de múltiples búsquedas a lo largo de milenios, y ha conseguido perpetuarse hasta hoy. Umberto Eco coloca el libro, junto a la rueda, la cuchara, el martillo y las tijeras, en su lista de los objetos más perfectos y duraderos. ‘El infinito en un junco’ nace también de mi pasión por los ensayos, que ahora mismo es uno de los géneros literarios en los que más y mejor se experimenta. El nombre mismo me atrae: un ensayo es búsqueda, intento, prueba, decidirse por un camino aún desconocido. Mi experimento ha consistido en escribir un ensayo que se lea con el placer de una novela. Aquí también importa el suspense, los personajes, el ritmo, el encadenamiento de historias, el humor.

Ya que lo dice, ¿cómo se le ocurrió convertirse a sí misma en un personaje de ficción?

Me apetecía desafiar la imagen fría, objetiva, distante que tenemos del ensayo. Una investigación tan larga es un acto apasionado. En sus breves apariciones, mi personaje en primera persona explica los motivos biográficos y las experiencias que alimentan mi entusiasmo, indagando de dónde viene esta temeraria obsesión por las palabras y los libros.

¿Podría recordarnos cómo eran los libros en Grecia y Roma?

Antes de la imprenta, los libros eran artesanales, escasos, caros y frágiles. Había que copiar cada obra letra a letra, palabra por palabra, una línea tras otra. Se ensayaron libros de diversos materiales: barro, juncos, piel, corteza, madera. Quiero que el lector de ‘El infinito en un junco’ entienda lo vulnerables que eran aquellos primeros volúmenes. Que sepa cuántas veces, en una villa o en remoto monasterio, la humedad y los insectos acabaron con el último ejemplar de maravillosas obras hoy desconocidas. Muchas voces murieron de esa forma, otras se salvaron gracias a personas anónimas que amaron y protegieron la literatura.

Esas historias menudas, más bien secretas, casi conmueven.

Aquí hay una gran historia que deseaba contar: las rutas, los peligros, los accidentes, la destrucción deliberada de libros y el afán de conservarlos. Una batalla, que no suelen recoger los libros de historia, a favor de las palabras y en contra del olvido.

¿Quién leía los libros?

La historia de los lectores es el lento asedio de un lugar privilegiado. En las primeras civilizaciones, la de lector era una verdadera carrera. Había que estudiar durante años hasta dominar las complicadas combinaciones de miles de signos. Por eso, este conocimiento maravilloso estaba solo al alcance de una minoría de escribas que ejercían un oficio minoritario y secreto dentro de esa casta de sabios. Pero hace tres mil años, unos genios anónimos de origen fenicio cambiaron el rumbo de la historia. Crearon el alfabeto. Es emocionante imaginar a los maestros que hoy enseñan a leer y a escribir, reviviendo en cada niño el asombro del alfabeto recién inventado.

Hay historias conmovedoras, como la de Ovidio, desterrado. Ha existido siempre la censura, por lo que se ve...

La censura es tan antigua como la palabra. Los romanos inventaron la ‘damnatio memoriae’, que consistía en destruir todas las huellas de la vida de alguien caído en desgracia, como si nunca hubiera existido. Borraban su nombre, destruían sus imágenes, mutilaban los textos que lo nombraban. Un anticipo de las fotos manipuladas de los dictadores comunistas o las ‘fake news’ de hoy. Es fascinante comprobar que nuestros debates actuales sobre censura y autocensura ya se plantearon en Grecia y Roma. Recupero varias historias aventureras sobre personas que corrieron grandes riesgos por salvar libros prohibidos… incluso llegaron a aprenderlos de memoria, como nos contó Ray Bradbury en ‘Farenheit 451’.

¿Por qué nos emociona y nos interesa tanto el mundo clásico?

El mundo clásico es fascinante porque nos enfrenta a la pregunta de quiénes somos. De los griegos y romanos hemos heredado muchas formas de vida que, para bien y para mal, todavía nos caracterizan: las ciudades, los spa, la pasión por los espectáculos, la democracia, la especulación inmobiliaria, la propaganda, los cocineros estrella, las tertulias, las alfombras rojas, la vida en la calle (el ágora). Y, aunque no solemos recordarlo, también nos legaron varios conceptos de gran éxito histórico: el libro, las bibliotecas y las librerías. Esa, entre otras, es la historia que cuenta ‘El infinito en un junco’.

¿Podría recordarnos algunas historias de libros y autores que la hayan conmovido?

Me gusta la anécdota de un gaditano que, en tiempos imperiales, emprendió un largo y peligroso viaje a Roma para conocer a su ídolo literario. Fue el primer ‘fan’ conocido de la historia.

Parece realismo mágico…

Me impresiona la modernidad de un personaje llamado Eróstrato, que prendió fuego a una de las siete maravillas del mundo –el templo de Diana en Éfeso, donde por cierto se guardaba uno de los libros más antiguos de los que hay noticia– porque quería hacerse famoso a cualquier precio. Me fascinan las vidas de las mujeres filósofas de la Antigüedad, que se atrevieron a aprender, pensar y escribir en una época que sembraba de obstáculos su camino. En ‘El infinito en un junco’ he buscado las huellas de esas vidas contra corriente.

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