POESÍA

Miguel Labordeta, la huella de un gran poeta

Se acaba de cumplir medio siglo del fallecimiento del autor de ‘Sumido 25’ y ‘Oficina de horizonte’, a los 48 años de edad. En octubre será objeto de un gran congreso

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Miguel Labordeta.
HERALDO

Hace unos días se cumplía medio siglo del fallecimiento en Zaragoza, de un infarto, de Miguel Labordeta Subías (Zaragoza, 1921-1969). Tenía 48 años y, según su hermano José Antonio Labordeta, desde hacía algún tiempo, «sentía, cada vez más, una enorme vocación de muerto». Miguel Labordeta ha tenido muchos estudios y estudiosos, ha sido seleccionado y reconocido, ha sido editado y reeditado, Fernando Villacampa y Clemente Alonso Crespo le dedicaron una tesis doctoral y el segundo publicó su obra completa en tres volúmenes en El Bardo, y cuenta con una pulcra biografía: ‘Miguel Labordeta. Poeta violento idílico, 1921-1969’ (Ibercaja: Barc, 2004) de Antonio Ibáñez Izquierdo.

Los profesores Antonio Pérez Lasheras y Alfredo Saldaña son dos de sus grandes especialistas -como Jesús Rubio Jiménez, José Luis Calvo Carilla y José Antonio Llera, entre otros- y lo definen como «personaje enigmático, depresivo y divertido a un tiempo». Han escrito en ‘Obra publicada’ (PUZ: Colección Larumbe, 2015) que su producción está redactada «con frecuencia desde la rebeldía, la renuncia y la contradicción permanente, a contracorriente muchas veces de los gustos y las obras imperantes en cada momento, una obra que incluso se adelanta a propuestas futuras». Miguel Labordeta encarna «el enfrentamiento entre el mundo y el yo» y se caracterizó por un desacato permanente de los modelos establecidos.

La literatura ha sido su pasión y la poesía la razón de su vida. Vivió su infancia en el palacio de los Gabarda; una de sus grandes aventuras era descender por los sótanos del caserón hasta una de las salidas al Ebro, algo que aparecerá en varias de sus obras. Solía visitar Canfranc, Hecho y otros lugares vinculados a sus familiares, como Belchite, Letux, Azuara y Fuendetodos; realizó estudios de Bachillerato con más pena que gloria (un día su padre constató su tedio en un papel que decía: «Zamora, mal, y mañana lunes»). La Guerra Civil también agitó su sensibilidad: su padre, director del Colegio Santo Tomás de Aquino, estuvo a punto de ser ejecutado y el centro se convirtió en un espacio de refugiados y en un laberinto de historias, muchas veces espeluznantes, como las que le contaba el memorioso tío Donato que había combatido en la Batalla de Teruel.

La 'Zaragoza gusanera'

Hizo Filosofía y Letras y halló la complicidad de Francisco Yndurain, fue un inadaptado en el servicio militar e intentó hacer carrera universitaria en Madrid, adonde se trasladó para realizar su tesis. Decepcionado retornó a Zaragoza: "Me vomité de nuevo en la zaragozana gusanera", resumió. Se incorporó al colegio; en 1953 reemplazaría en la dirección a su padre, que falleció ese año. Se integró en la tertulias del café Niké, donde era un poco la referencia, fundó la Oficina Poética Internacional (OPI) y la revista ‘Despacho literario’, donde acogió a Antonio Fernández Molina, fundó la publicación escolar ‘Samprasarana’, y tuvo épocas de mucha actividad, aunque nunca dejó de habitar una feroz y existencialista melancolía. Acabó volviéndose un solitario, un tanto vencido por el desamor y la huella de la posguerra. A Gabriel Celaya, en ‘Epistolarios inéditos’ (PUZ: Colección Larumbe, 2015; edición de Jesús Rubio) le hacía esta confesión y este autorretrato: «¡Ay, amigo mío! También yo tengo (cómo no) mi Lázaro, mi demonio interrogatorio, mi acusación a Dios, mi fastidio y mi amor por las mujeres...»

En eso en realidad, fue más bien desdichado: se enamoró de dos jóvenes, Pilar Castillón y María Pilar Fillat, con las que se hizo ilusiones, y las cortejó con más timidez que otra cosa, aunque ha dejado constancia de sus sentimientos. A la primera le escribió una conmovedora carta: "Yo que tantas veces hablé de amor nunca tuve una amada. Yo que me quemé los labios con besos olvidados, nunca pude besar a alguien que me quisiera". Y la segunda, que reveló sus escarceos poco antes de morir en HERALDO, dijo: "A mí jamás me dijo nada. Nunca. Sé que yo le gustaba, que hacía lo imposible por verme, me llamaba, pero tampoco se decidía. Era tímido e inseguro. Un día me dio un poema manuscrito que era un autorretrato satírico: se sentía feo, gordo, calvo. Un adefesio. Se veía fatal; si no fuera porque yo sabía que era verdad, me habría reído porque era muy chistoso".

Miguel pasó por épocas de frenesí creativo. En 1948 publicó ‘Sumido 25’, un libro distinto, impresionante, a contrapelo, que suscitó la admiración de Ynduráin y el temor de José Camón Aznar. Luego aparecieron ‘Violento idílico’ (1949) y ‘Transeúnte central’ (1950); en 1955 estrenó en el Argensola su obra de teatro ‘Oficina de horizonte’, que se publicaría en 1960 en la revista ‘Papageno’; en 1961 se editó ‘Epilírica’ y en el año de su muerte ‘Los soliloquios’, que no se llegó a distribuir. El poeta recibió un ejemplar poco antes de su muerte. Y en 1972 aparecieron, en una edición primorosa de Javalambre, sus ‘Poesías completas’, una poesía poderosa, de gran vigor expresivo, surrealista en ocasiones, expresionista siempre, sincera pero también irónica.

El profesor y crítico de HERALDO Jesús Soria Caro dice: "Su poesía es semilla de preguntas, árbol del ser dolorido que mira al universo y se encuentra un desierto de estrellas. Que está solo ante la posibilidad del vacío del cosmos y del sentido del existir. El yo poético es gota de eternidad que busca en un mar de negaciones de la nada respuestas del infinito. Mi libro ‘Sum(ido) 366’ es un homenaje a la violencia existencial del lenguaje de Miguel Labordeta".

En el mes de octubre la Fundación José Antonio Labordeta le dedicará un gran congreso.

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