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Parecidos, pocos; diferencias, muchas, con los Pactos de la Moncloa

Pedro Sánchez quiere reeditar los históricos acuerdos en un ambiente político envenenado que nada tiene que ver con el espíritu de compromiso histórico que guió a los que impulsó Adolfo Suárez.

-Pedro Sánchez quiere reeditar los históricos acuerdos en un ambiente político envenenado que nada tiene que ver con el espíritu de compromiso histórico que guio a los que impulsó Adolfo Suárez
Pedro Sánchez explica en el Congreso el estado de alarma
Pedro Sánchez explica en el Congreso el estado de alarma
MARISCAL

Una reciente encuesta apunta que nueve de cada diez ciudadanos quieren un acuerdo entre las fuerzas políticas para hacer frente la crisis económica y social que dejará el Covid-19. El mismo sondeo señala que ocho de cada diez creen que los partidos serán incapaces de pactar. En 1977 no había esos estudios, aunque de haberlos es muy probable que el apoyo al acuerdo fuera similar, pero también es muy factible que el sobresaliente escepticismo actual fuera mucho menor, o inexistente. Los acontecimientos de los últimos cinco años (cuatro elecciones generales, meses de gobiernos paralizados, ausencia de acuerdos) alimentan a los descreídos. Esa es una de las grandes diferencias. En 1977, los partidos y sus líderes gozaban de buen cartel, hoy son vistos como un problema. No hay más que leer los barómetros del CIS.

Tomar los Pactos de la Moncloa como faro para afrontar la crisis socio-económica que se avecina es un fetichismo histórico que conlleva riesgos. Sobre todo el de no estar a la altura. Pero el Gobierno de Pedro Sánchez está empeñado en izar la bandera de esos pactos como reclamo para un «gran acuerdo de reconstrucción nacional».

Octubre de 1977. Las primeras elecciones se habían celebrado cuatro meses antes. UCD era la primera fuerza, el PSOE lideraba la oposición, los comunistas y los vestigios del franquismo de Alianza Popular jugaban un papel secundario. Los nacionalistas vascos y catalanes habían mostrado sus cartas. Adolfo Suárez lanzó la operación que venía pergeñando desde un año antes. El PCE se adhirió desde el primer momento y dejó en una incómoda situación a los socialistas de Felipe González, que, a rastras, se sumaron. El PNV y el Pacte Democrátic per Catalunya, antecedente de CiU, también se incorporaron. La AP de Manuel Fraga se resistió, pero bajó la cerviz.

Tras unas maratonianas reuniones en la Moncloa el 7 y 8 de octubre, el 25 y 26 de ese mes se firmaron el Acuerdo sobre el Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía, y el Acuerdo sobre el Programa de Actuación Jurídica y Política. Era el primer gran consenso de la Transición y puso los cimientos de los derechos y libertades plasmadas un año después en la Constitución.

Abril de 2020. Las últimas elecciones se han celebrado hace cinco meses tras un lustro de inestabilidad, cuyo fin no se vislumbra. Lo único que une al arco parlamentario son los minutos de silencio por los muertos en la pandemia y los aplausos vespertinos a los sanitarios. Las fuerzas políticas no tienen la sensación de enfrentarse a una misión del calado de asentar la democracia. La situación es extraordinaria, pero el espíritu no es histórico.

Pedro Sánchez pretende reeditar los acuerdos de 1977 con el argumento de que tras el Covid-19 la vida política deberá regirse por otros códigos. La democracia está asentada y no corre peligro, pero el futuro es un albur. El momento tiene similitudes, pero los partidos no son los mismos y la talla política de sus líderes, tampoco. El PSOE recuerda poco a la pujante organización de hace 43 años. El PP y Pablo Casado buscan su lugar en el tablero político ante la irrupción de una extrema derecha dedicada a liquidar los usos y costumbres de casi medio siglo de democracia. A la izquierda del PSOE, Unidas Podemos se resiste a ver como desaparecen sus señas de identidad en un Gobierno de coalición. El nacionalismo catalán tampoco conserva la conciencia de Estado de antaño y no se siente concernido por nada que se refiera a España. Con todo, Sánchez ha encontrado complicidades en el centrismo pendular de Ciudadanos, en los socios de Podemos, obligados por su sociedad gubernamental, y en el PNV pragmático de los últimos años.

Hace 43 años, España era pobre y estaba al borde de la suspensión de pagos. El aparato productivo era débil, la inflación bordeaba el 30%, el paro empezaba a dispararse, la Seguridad Social no existía, la política fiscal era casi inexistente, y se podría seguir con una ristra de indicadores negativos. Todo ello en medio de una crisis mundial, la del petróleo, y un cambio de reglas en el sistema monetario internacional con la liquidación de la paridad entre el dólar y el oro.

Ya lo dijo el entonces ministro de Economía, Enrique Fuentes Quintana: «O los demócratas acaban con la crisis o la crisis acaba con los demócratas». El Gobierno de UCD tenía claro que solo no iba a sacar al país del marasmo económico. Necesitaba a los partidos, pero también a empresarios y sindicatos. Había que repartir sacrificios. Tocaba, por ejemplo, bajar salarios y legalizar huelgas o devaluar la peseta y contener la masa monetaria.

La respuesta fue desigual. CC OO, con Marcelino Camacho al frente y de la mano del PCE, fue un motor del pacto. UGT, con Nicolás Redondo, se resistió pero firmó. La patronal CEOE, recién creada y liderada por Carlos Ferrer Salat, fue la principal detractora de la operación.

España hoy es una potencia media, pero la crisis económica que asoma por la puerta es de dimensiones bíblicas. Se avecina, al decir de muchos expertos, la peor recesión desde la Guerra Civil. El paro, según las proyecciones, escalará a tasas de entre el 20 y 25%, lo que significa entre cinco y seis millones de desempleados, y el retroceso del PIB será de dos dígitos. Amén de otros indicadores en rojo intenso.

Pero, a diferencia de 1977, la economía ha superado el raquitismo de antaño, tiene resortes para afrontar la situación. El exministro José Luis Leal, uno de los 'cocineros' de los Pactos de la Moncloa, sostiene que en esa diferencia de solidez está la clave, pero también apunta que el método de entonces puede servir ahora. El plan de reactivación, propone, debe ser concreto pero flexible para que los actores (partidos, sindicatos y empresarios) se vean reflejados.

La respuesta, aparte de la desigual reacción de las fuerzas políticas, es cautelosa por parte de las organizaciones de trabajadores y la patronal. Reina el silencio sobre su participación en los acuerdos de reconstrucción.

Además, a diferencia de 1977, hay salvavidas externos. Existe la Unión Europea. Con dificultades sin fin y negociaciones agotadoras, Bruselas ha aprobado un paquete de ayudas con medio billón de euros para los países más golpeados por el Covid-19. No son los reclamados eurobonos ni el plan Marshall, pero es una tabla a la que agarrarse.

Los Pactos de la Moncloa, en definitiva, permitieron neutralizar las consecuencias negativas, políticas y sociales, del ajuste económico. Lo que suceda ahora está por ver.

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