El plagio académico necesita cómplices

El plagio es una trampa burda en la que no caerá un juez académico que sepa lo que hace. Si cae, será por negligencia, por incompetencia o por colusión con el timador.

Plagiar no es imitar ni copiar, plagiar es apropiarse de las creaciones ajenas.
Plagiar no es imitar ni copiar, plagiar es apropiarse de las creaciones ajenas.

El mejor detector de un plagio no es ningún programa informático, sino el autor plagiado. Si no se ríe, suele irritarse mucho, por haber sido víctima de un robo. Eso no es posible si el plagiado ya se ha muerto, como es el caso de Jaume Carrera, difunto en 1949, a quien ‘fusiló’ en su tesis Oriol Junqueras. Incluso puede ignorar el atraco perpetrado por el desaprensivo, pues este ha ocultado el cuerpo del delito, ya que lo mantiene inédito precisamente para que pase inadvertido, salvo para sus cómplices necesarios. Así y todo, a veces, lo pescan y queda en ridículo. Y también puede ocurrir que plagiario y plagiado estén de acuerdo (J. Urdánoz acusó formalmente de algo así a Francisco Camps, el expresidente valenciano, pero la Universidad Miguel Hernández lo ha desestimado).

Caso clamoroso fue el del exrector de la Universidad Rey Juan Carlos, Fernando Suárez Bilbao, cuyo flagrante pirateo (erratas incluidas) no ha merecido sanción adecuada. Una de las cinco víctimas de sus hurtos, M. Ángel Aparicio, lo denunció y los peritos le dieron la razón. El saqueo había sido ingente: 111 páginas copiadas de dos trabajos que no pasaban de las 180. Fue una «copia sustancial, literal, total, consciente y mecánica», cinco adjetivos escogidos con sumo cuidado. Otro experto concluyó que «la existencia del plagio es tan evidente que no admite ningún tipo de discusión ni excusa».

Una bellaquería

El plagio científico es una lacra que en España, por suerte, empieza a preocupar fuera de los opacos foros académicos. El plagiario es un ladrón que parasita sin decoro las ideas y el trabajo de otro. Escribió John de Salisbury en su ‘Metalógico’ que vemos más que nuestros antecesores porque caminamos a hombros de los gigantes que nos precedieron. Ocultar que uno se ha encaramado a sus espaldas es de bellacos.

La Universidad de Barcelona estudia retirar el doctorado a un exmiembro de la pujolista Convergència Democràtica. Se ha probado que plagió literalmente «párrafos cruciales», caso «grave de mala praxis». El denunciante ha sido el autor saqueado, Jaume Urgell, cuyas ideas «tomadas sin cita son parte esencial de la estructura argumental» del plagiario. Es probable que el desaprensivo pierda el birrete naranja de doctor economista.

Cómplice voluntario

El plagio es una trampa burda para el juez académico que sabe lo que hace. Si cae en ella es por incompetencia o colusión.

Algunos ardides son muy españoles, por lo demás. El canovismo, que modernizó las leyes (Constitución y Código Penal en 1876, Código de Comercio en 1885, Civil en 1889, etc.), promulgó en 1878 una de Patentes cuyo artículo 4 permitía otorgar una solo por crear otro método de obtención de algo que ya estaba inventado. O sea: alguien crea la aspirina, pero yo discurro cómo fabricarla de otra forma y me dan también una patente. De igual modo, hay ‘investigaciones’ que no sirven por su vacua conclusión, sino por la vía usada para llegar a ella. Galardonar a esos divagantes es premiar lo consabido. Decir hoy que el número 4 se escribe también phi^2 +1+phi^?2, o futesas por el estilo, no es crear. Hay tesis que se pierden en esas hojarascas, o se eternizan en hinchadas monsergas sobre el método, aunque no sea innovador: imaginen a Cajal dedicando ciento y pico de páginas a explicar en qué consisten el microscopio y la tintura de Golgi, en lugar de ocuparse de las neuronas: mutatis mutandis, eso hizo Iglesias Turrión en el dilatado arranque de su tesis sobre el significado de ciertos motines callejeros ‘postnacionales’ (?), texto en el que hay mucho más pan que jamón.

Plagiar no es imitar: hay imitadores confesos, de Góngora, o de Miró, o de Bach. Fray Luis imita a Horacio, gloriosamente. Plagiar no es copiar como hacen laboriosamente los copistas del Prado, sin pretensión de dar gato por liebre. Plagiar es hacer pasar por propias las creaciones ajenas. Es robar, defraudar, estafar, mentir. Y tan malos como el robador son quien le incita y quien lo premia. Es bueno que la sociedad española compruebe que el plagio se ha extendido mucho por las alturas.

Borges explicó cómo el semiinventado escritor francés Pierre Menard había logrado escribir dos capítulos del Quijote, palabra por palabra. Pero no copió, ni plagió, sino que recurrió al procedimiento imposible de subsumirse por completo en la esencia personal de Cervantes hasta pensar y escribir exactamente como él. Según prueba la abundancia de Menards en la España de estos días, la realidad desborda a la ficción.

Hacer pasar un plagio por investigación es aún más grave que copiar en un examen. Algo, por cierto, que se sigue viendo como simple faltilla; incluso graciosa, si el copión es ingenioso. Solo que en el estafador el ingenio no es virtud, sino regla del oficio, sea en la universidad o en la política: que son vasos comunicantes.