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El invierno de Europa comienza en Ucrania

La invasión rusa de Ucrania ha sacudido al mundo con escenas que parecían sacadas de las páginas más negras de la Historia. El enfrentamiento de Putin con Occidente aboca ahora a los europeos a un periodo de gran incertidumbre. 

Un voluntario coloca el pasado agosto un cruz con un número en una tumba anónima entre enterramientos de asesinados por tropas rusas en Bucha
Un voluntario coloca el pasado agosto un cruz con un número en una tumba anónima entre enterramientos de asesinados por tropas rusas en Bucha
V. Ogirenko/Reuters

Rusia no empezó ninguna guerra cuando invadió Ucrania el pasado mes de febrero. Aunque los medios se hubieran olvidado de ella, la guerra ya existía desde 2014 con la anexión rusa de Crimea y el enfrentamiento en el Donbás entre separatistas prorrusos y el Gobierno de Kiev. Lo que sí supuso la ocupación de Ucrania decidida por Vladímir Putin, el último ‘homo sovieticus’ según el analista Mark Galeotti, fue una escalada cualitativa en un conflicto sostenido cuyo origen inmediato se encuentra en el contexto de la disolución de la URSS en 1991, que es también la del gran imperio zarista, la Gran Rusia que había pervivido a través del sistema comunista y que aún lo hace hoy en la conciencia colectiva no solo del poder político, la administración o los militares, sino de gran parte del pueblo ruso.

Curiosamente, las diferencias que pesan sobre la llamada alma rusa se han manifestado recientemente a través de la coincidencia de dos funerales. Uno, el de la asesinada Dania Dúguina, hija del ideólogo del euroasianismo Alexandr Duguin, muy próximo a las tesis del Kremlin, que se convirtió en un acto de exaltación ultranacionalista. Su padre y varios asistentes la presentaron como una mártir y Putin la condecoró con una medalla póstuma. El acto contó incluso con un mensaje de Serguéi Mironov, líder separatista prorruso de Ucrania, que aprovechó para reclamar la destrucción del Gobierno de Kiev.

El otro funeral fue el del expresidente Mijaíl Gorbachov, figura capital que marca el fin de la Guerra Fría pero que encarna, en realidad, una gran anomalía rusa. A diferencia de lo que el Kremlin hizo con Boris Yeltsin en 2007, no tuvo funeral de Estado y el presidente Putin no acudió alegando su "agenda de trabajo".

Si Gorbachov, aunque movido entonces por una desastrosa economía lastrada por el gasto militar, representa un acercamiento a Occidente y una liberalización dentro del sistema comunista a través de la glasnost (transparencia) y la perestroika (reestructuración), Putin, que ha ido ganando cada vez más poder interno, representa precisamente el fracaso de aquel embrión de nueva Rusia, una vuelta atrás hacia la concepción del país como potencia clásica y expansionista. Pero ni la nostalgia del imperio forjado por Pedro el Grande ni el argumento de la "desnazificación" utilizado para justificar la invasión pueden ocultar el objetivo real de Moscú: desactivar por razones económicas o de seguridad a aquellos poderes políticos de su antigua órbita enfrentados a Rusia o no proclives a ella.

El propio Gorbachov, muy crítico en general con el actual presidente, apoyó en su día la anexión de Crimea. Y no faltan los argumentos para ello porque este territorio forma parte de Ucrania desde que en 1954 el presidente Nikita Kruschev, que había nacido en una aldea rusa cerca de la frontera ucraniana, la regaló a esta república socialista para conmemorar el 300 aniversario de su incorporación al imperio zarista, demostrando una vez más la influencia de esa etapa histórica en la Rusia posterior, más allá de sus sistemas políticos.

Crimea es una pieza clave. El presidente Volodímir Zelenski ya ha dicho que "todo empezó en Crimea y todo acabará en Crimea". La guerra de 1853-1856 que lleva el nombre de esta península ofreció episodios célebres como la carga de la Brigada Ligera en Balaclava y está considerada como la primera guerra total, un precedente directo de la I Guerra Mundial. Su importancia histórica es enorme y cabe destacar que fue, además, la primera contienda en la que la fotografía y el telégrafo desempeñaron un papel relevante.

El zar Nicolás I fracasó entonces al infravalorar la reacción de las potencias occidentales contra su agresión al imperio otomano, algo que justificó en la defensa de los ortodoxos más allá de las fronteras rusas. Pero además, el zar calculó mal la acogida de sus tropas por parte de la población, errores ambos en los que también parece haber incurrido Putin en Ucrania. El historiador Orlando Figes cree que el presidente "ha olvidado su historia rusa", aunque sea esta la que aparentemente late en el fondo de sus decisiones.

‘Ucrania’ proviene de la palabra eslava que significa ‘territorio fronterizo’, algo parecido a ‘extremadura’ en español, y ha sido tradicionalmente una puerta de entrada de las ideas occidentales en el mundo ruso. El ataque que Moscú inició el pasado 24 de febrero ha servido para consolidar la unidad de una gran mayoría de ucranianos, descendientes muchos de ellos de los antiguos cosacos, tras el presidente Volodímir Zelenski, que se ha revelado como un líder capaz y carismático a los ojos de su pueblo y de Occidente. Y también para acabar reforzando a la OTAN con las incorporaciones de Suecia y Finlandia.

Putin nunca ha disimulado su interés por Ucrania. En una fecha tan reciente como julio del año pasado publicó ‘Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos’, visión historicista que se remonta a la Rus de Kiev, una especie de federación de tribus eslavas gobernada por la dinastía Rúrika que está considerada como el origen cultural y espiritual de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

La llamada "operación militar especial" emprendida por el Kremlin y criticada ahora por algunos dirigentes rusos, aludía a este aspecto cultural al proponerse detener el "genocidio" de la población de habla rusa. La invasión había sido advertida por Estados Unidos, incluso públicamente por el presidente Joe Biden, aunque ni siquiera Zelenski, que decretó rápidamente la ley marcial y pidió ayuda internacional, había acabado de tomársela en serio. El pueblo ucraniano, acostumbrado al peso y las presiones de Rusia y a las bravatas del Kremlin, vio entonces cómo se hacían realidad los peores augurios.

Las previsiones de Moscú sobre el desarrollo de la campaña bélica se revelaron pronto inconsistentes. La resistencia frente al poderoso Ejército ruso ha sido extraordinaria y los ucranianos han ido consiguiendo éxitos de gran valor simbólico, muy importantes para la moral de combate, desde el hundimiento el 13 de abril del Moskva, el buque insignia de la Armada rusa en el mar Negro, hasta las recientes victorias del Ejército ucraniano con la recuperación de la región de Járkov e incluso de territorios del Donbás, en el Este de un país que, en la consideración de los ideólogos del Kremlin, con Putin a la cabeza, ni siquiera existe como tal.

El día a día del conflicto, como ocurre en las guerras que acaparan el foco mediático internacional, hizo enseguida tristemente populares algunas localidades ucranianas hasta entonces casi desconocidas.

Bucha e Izium

Ha sido el caso de Izium, donde se han hallado más de 400 cadáveres hace pocos días, y también el de Bucha, en la que el Ejército ruso llevó a cabo una matanza de civiles atrapados tras la línea que hizo frente a la resistencia ucraniana durante más de un mes. Fue la retirada rusa la que dejó al descubierto un infierno vinculado a la frustración por la detención del avance militar. Las imágenes de muertos por las calles, fosas comunes y los testimonios de torturas y violaciones, todo desmentido por Moscú como un «montaje» pero confirmado por observadores internacionales, retrotrajeron a la espantada Europa a escenas de la II Guerra Mundial que ya parecían imposibles en el Viejo Continente.

En mayo cayó la sitiada Mariúpol tras tres meses de bombardeos, que incluyeron el ataque a una maternidad. De este episodio la imagen de una mujer embarazada herida y trasladada en camilla dio la vuelta al mundo. La mujer perdió el bebé y falleció. A finales de junio fue la ciudad de Severodentsk, clave en el control de la región del Donbás, la que fue tomada por los rusos.

Putin, que había encontrado cierto eco en su mensaje de desnazificación en sectores de la izquierda occidental, había perdido la batalla del relato mientras la popularidad de Zelenski crecía de forma inversamente proporcional al descrédito del presidente ruso.

Naciones Unidas cifró en seis millones el número de refugiados ucranianos a causa de la guerra, un 90% de ellos mujeres y niños. Y otros ocho millones tuvieron que desplazarse en el interior del país en busca de zonas más seguras. Esto supone la mayor crisis de refugiados en Europa desde la II Guerra Mundial, convertida en una referencia obligada de esta contienda.

A Aragón han llegado unos 3.200 ucranianos de entre los 138.000 acogidos de forma temporal por España, y de ellos un tercio son menores de edad. Además de la ayuda enviada, numerosos heridos de guerra han sido tratados en el Hospital Militar de Zaragoza y varios militares ucranianos se van a formar en el campo de maniobras de San Gregorio.

Toda la indignación occidental hacia Putin y los oligarcas, hoy mucho menos poderosos frente al Kremlin que hace unos años, se ha materializado en unas sanciones que no parecen haber surtido efecto. Podría dudarse del Banco Central ruso, que calcula entre un 4% y un 6% la reducción del PIB este año, pero la cifra es solo ligeramente inferior a la que prevé el nada sospechoso Fondo Monetario Internacional. La política de sanciones, siempre compleja y con una efectividad difícilmente mensurable, tiene a menudo consecuencias indeseadas y suele ser utilizada con fines propagandísticos internos por el propio régimen sancionado.

En el fondo del asunto de las sanciones se encuentra el conflicto, que hay quien considera inevitable que acabe en guerra, entre Estados Unidos y China, que es un convidado con grandes intereses y muchos potenciales beneficios en esta pugna. El profesor Graham Allison predijo en su día la guerra como fruto de una inquietud en la que «incluso focos ordinarios de tensión en asuntos internacionales pueden desencadenar conflictos a gran escala».

Las represalias de Rusia se han concretado en el cierre indefinido a principios de este mes del gasoducto Nord Stream 1, que abastece a Europa, una decisión de graves consecuencias ante la proximidad del invierno y que ha puesto encima de la mesa el debate sobre el ahorro y las restricciones, así como la controvertida medida de fijar un tope al precio del gas ruso. Las alternativas de suministro, que son muy caras o muy complejas técnicamente, han dejado en evidencia la debilidad de la planificación estratégica de la política energética europea.

Centroeuropa y el Este del continente afrontan un invierno difícil en el contexto de una inflación disparada, estancamiento económico y un previsible aumento de la conflictividad social. Y aunque España es mucho menos dependiente del gas ruso, se prevé que el IPC y en concreto el coste de la electricidad siga siendo elevado.

Crisis alimentaria

A la crisis energética se une además la amenaza de una crisis alimentaria mundial por la destrucción de campos de cereal en un país considerado el granero de Europa. Las vías de salida comercial de estos productos han aliviado la situación pero no han conseguido despejar la incertidumbre en medio de la contienda bélica.

Tras casi siete meses de invasión, la deriva de la guerra se encuentra en un punto de inflexión. La ayuda militar occidental y el propio esfuerzo bélico de Ucrania, que le dedica un 40% de su gasto, han conseguido el repliegue de las tropas rusas. Esto ha servido para descubrir, desde Occidente, algunas señales que amenazan a Putin. Su futuro aparece ya indefectiblemente unido al del final de la guerra. Y aunque es de suponer que el cúmulo de muertes de dirigentes y militares del círculo del Kremlin, en una imitación de los métodos de la vieja KGB a la que perteneció el presidente, se explique en una larvada oposición interna, esta vez la publicidad de las disensiones las hacen mucho más relevantes.

La guerra de Ucrania se puede leer ya en esa clave. La salvaje invasión propia de otros tiempos podría abrir a Rusia las puertas a una nueva etapa marcada por la ausencia del hombre que ha estado dirigiéndola, incluso desde un segundo plano, durante más de 20 años. Pero esa sucesión genera demasiadas dudas en Occidente y aparece aún hoy como un nuevo trauma histórico para Rusia.   

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