La historia de Mónica, símbolo de la violencia y metáfora de la realidad colombiana

Las elecciones que hoy se celebran en Colombia sitúan en una nueva encrucijada a un país marcado por la violencia y la corrupción. La historia de Mónica es la metáfora de esta realidad.

Mónica Paola Ardila Jerez, de 26 años, acaricia a Lucero, uno de sus tres loros, en su casa de San Pablo (Colombia).
Mónica Paola Ardila Jerez, de 26 años, acaricia a Lucero, uno de sus tres loros, en su casa de San Pablo (Colombia).
Gervasio Sánchez

Todos los excesos, las violencias, las arbitrariedades y las incongruencias se aliaron en Colombia para destruir la vida de Mónica Paola Ardila Jerez en el último cuarto de siglo. Fue violada por su padrastro a partir de los 4 años, perdió la vista y una mano por la explosión de una mina antipersona cuando tenía 7 años, sufrió abusos y fue violada por media docena de adolescentes y adultos en un hogar de acogida entre los 10 y los 12 años, fue revictimizada por el sistema de Bienestar Familiar entre sus 12 y 16 años y nunca fue indemnizada por un Estado celoso de ahorrar una cantidad ridícula a sus arcas mientras era (y es) permisivo con la corrupción generalizada.

Todas las miserias humanas, todos los comportamientos horrendos de personas sin escrúpulos, incluidos familiares cercanos, todas las injusticias entronizadas en una sociedad incapaz de proteger a sus víctimas más sensibles han convertido la vida de esta mujer de 26 años en un calvario diario cuyo final, anunciado en múltiples ocasiones por la propia interesada, podría acabar en suicidio después de varios intentos.

Mónica charla con su tía Jenny.
Mónica charla con su tía Jenny.
Gervasio Sánchez

Su mala hora más brutal tiene lugar, día y hora: el 21 de febrero de 2003, a la una de la tarde, en la Vereda Taracue de San Pablo, municipio bañado por el río Magdalena en el departamento de Sur de Bolívar. La pequeña Mónica, con 7 años cumplidos dos meses antes, regresaba del colegio cuando se salió del camino para orinar. Uno de sus pies quedó enredado en unas raíces, perdió el equilibrio e intentó apoyarse en una rama para evitar la caída. Una mina antipersona colocada por un guerrillero, un paramilitar o un soldado gubernamental explotó al leve contacto e hizo volar varios metros por los aires a Mónica. "Trataba de abrir los ojos, pero me ardían. Es como si se me hubiesen llenado de tierra", recordaría años después.

Llegó al hospital en situación crítica. Consiguieron salvarle la vida, pero perdió la visión en ambos ojos y sufrió la amputación de su mano derecha y de dos falanges de la izquierda. Su cuerpecito quedó repleto de esquirlas. Casi dos décadas después de aquella explosión, diminutos trozos de metal se le siguen desprendiendo de la cara cuando se rasca. Después de semanas en el hospital, se trasladó a casa de su abuela Carlina, una de las pocas personas que siempre la trató con cierto cariño. Una madre alcoholizada y su padrastro vivían enzarzados en permanentes peleas y amenazas bajo los efectos del alcohol.

Un país sembrado de minas

Colombia es uno de los países con más víctimas de minas antipersona. Más de 12.000 personas han sufrido accidentes por explosiones de estos engendros sembrados por los combatientes en amplias zonas del país durante décadas de guerra. 2.341 personas han fallecido a causa de las heridas y otras 10.000 se han visto afectadas por graves amputaciones. El 98% de las explosiones sucedieron en zonas rurales y el 50% de los artefactos sembrados se concentraron aproximadamente en 25 municipios. 2006 fue el año más crítico; con 1.224 víctimas, Colombia se convirtió en el país con más accidentes del mundo, superando en aquel momento a Afganistán, Camboya o Angola. En los últimos años los accidentes han disminuido y solo ha habido 42 víctimas en los primeros cinco meses de 2022.

Mónica, en el Hogar Jesús de Nazaret cuando era una niña, en una imagen de 2005.
Mónica, en el Hogar Jesús de Nazaret cuando era una niña, en una imagen de 2005.
Gervasio Sánchez

Yolanda González, directora de la Fundación Hogar Jesús de Nazaret en Bucaramanga, la capital del departamento de Santander, escuchó hablar de la historia de una niña herida por la que estaban litigando Bienestar Familiar y unos padres que carecían de documentos legales que demostrasen la relación paternofilial. Acababa de ganar en 2003 el prestigioso Premio Cafam a la Mujer, un galardón que se entrega cada 7 de marzo en Colombia.

"Me hice cargo de la pequeña herida mientras se solucionaba el problema del registro civil. Meses después de salir del hospital decidimos que se viniera al hogar para continuar sus estudios", explicaría Yolanda años después.

Pero Mónica llegó muy traumatizada a su nuevo hogar. Su padre verdadero nunca quiso reconocerla. Su padrastro llevaba años violándola y su madre pasaba más tiempo agarrada a una botella de alcohol que pendiente de Mónica y de sus hermanos pequeños, Yarlenson Antonio y Luis Carlos, nacidos en 1997 y 1998 de un tercer hombre.

En la escuela, con su profesor de braille, en 2006.
En la escuela, con su profesor de braille, en 2006.
Gervasio Sánchez

Al principio, Mónica pasaba la mayor parte del tiempo tumbada en la cama porque le daba vergüenza que la viesen ciega y amputada. Meses después comenzó a asistir a clases de braille. "Mónica necesita clases de refuerzo con un profesor permanente y también una psicóloga que le devuelva su autoestima y le ayude a superar los graves traumas que acarrea desde hace muchos años", le dijo una persona que conocía muy bien la situación de la pequeña.

Yolanda sabía que era el caso más desgarrador que podía mostrar en el centro, pero tenía otros planes para una niña a la que le gustaba cantar: atraer a personas que deseasen hacer donaciones económicas al hogar en el que residían otros mutilados, algunas familias desplazadas por la guerra y varios de sus familiares.

La vida de Mónica en el centro fue un infierno. La madre de otro niño víctima de una mina le pegaba a menudo y amenazaba a su hijo con castigarlo si se juntaba con ella. Pero lo peor estaba por llegar: a partir de los 10 años, seis personas, algunas de ellas mayores de edad, comenzaron a violarla sistemáticamente, incluidos tres sobrinos de la directora del centro. "Yo misma se lo conté a Yolanda, pero nunca me creyó", recordaría Mónica muchos años después.

Fue curiosamente la mujer que le había hecho la vida imposible la que denunció las violaciones de Mónica ante el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. El organismo gubernamental, que trabaja por la prevención y la protección integral de la infancia, entre otras tareas, ordenó el traslado de la niña a una casa de acogida bajo el amparo de una madre sustituta por "maltrato, abandono y abuso sexual".

Allí aprendió a barrer, cocinar y lavar la ropa, pero los malos tratos continuaron. Varios de los niños tenían problemas con las drogas y eran muy violentos. "La mamá sustituta me obligaba como castigo a dormir fuera de la vivienda sobre un colchón meado, entre ratas y cucarachas", recuerda Mónica. Con 14 años intentó suicidarse por primera vez ingiriendo un veneno. Tuvieron que hacerle un lavado de estómago.

Con 16 años, se escapó del hogar sustitutorio gracias a la ayuda de "un muchacho del que me había enamorado". Bienestar Familiar la buscó durante tres meses, pero no la encontró y pronto se desinteresó por el caso. Se escondió en casas de familiares en San Pablo, su pueblo natal, una zona muy conflictiva de Colombia donde los narcos, aliados con paramilitares y guerrilleros que nunca entregaron las armas tras el último proceso de pacificación firmado en 2016, siguen ejerciendo una influencia nefasta.

En la oscuridad permanente, Mónica pasaba la mayor parte del día en una casa de tablas bajo un abrasador tejado de zinc, mendigando unas monedas para las recargas telefónicas que le permitieran interactuar a través de Facebook con personas que vivían a centenares de kilómetros.

Hasta que, cuando ya había cumplido los 18 años, decidió regresar al Hogar Jesús de Nazaret, donde se volvió a encontrar con algunos de los violadores de su infancia. Intentó recuperar el tiempo perdido. Por la mañana iba a la Escuela Taller para Ciegos donde había empezado a estudiar con 9 años y, por las tardes, estudiaba en una escuela de primaria. Pero seguían las dificultades de convivencia, agravadas al no tener ningún apoyo psicológico, y se quejaba de continuos robos de sus ropas y sus útiles de aseo.

Con su ordenador portátil.
Con su ordenador portátil.
Gervasio Sánchez

En 2017 Mónica se trasladó a la Fundación Manos Abiertas, un proyecto creado por Jairo Navarro, que quedó inválido tras un accidente de coche y que había abandonado el Hogar Jesús de Nazaret por desavenencias con la directora. En este centro había 14 niños varones de entre 12 y 15 años, una niña y dos estudiantes universitarios de entre 18 y 23 años. La joven volvió a sufrir varios robos y el acoso sexual del propio director. Durante un viaje a San Pablo conoció a un hombre ya maduro que le sacaba 30 años y que la convenció de que abandonase los estudios y se fuese a vivir con él.

Durante la última década, el abogado Óscar Humberto Gómez ha pleiteado con el Estado colombiano para conseguir una indemnización para Mónica y otras víctimas de minas antipersona que vivían en el Hogar Jesús de Nazaret. Las demandas judiciales se interpusieron ante el Consejo de Estado, que dictaminó en uno de los casos que "las minas antipersona eran artefactos de guerra sembradas por las fuerzas insurgentes con el fin de provocar víctimas entre los soldados gubernamentales y que civiles inocentes habían sido expuestos a riesgos excepcionales derivados de sus lugares de residencia", tal como explica el propio abogado.

Parecía que se abría una puerta y, de hecho, una de las víctimas se benefició de la decisión que tomaron dos de los tres magistrados del tribunal, aunque "la indemnización todavía no ha sido pagada a pesar de los años transcurridos". Posteriormente, otros magistrados fallaron que "el Estado solamente responderá como parte responsable si el civil ha pisado la mina en las inmediaciones de una unidad militar o se demuestra que el artefacto fue sembrado por el Ejército Nacional".

Durante el largo conflicto armado, el ejército colombiano utilizó oficialmente minas antipersona industriales hasta el 1 de marzo de 2001, cuando Colombia firmó el Tratado de Ottawa, tres años después de su entrada en vigor en diciembre de 1997. Según fuentes oficiales, 30 bases militares resguardadas por campos de minas fueron despejadas y limpiadas de este material bélico entre 2004 y 2010.

Pero existen los llamados Remanentes Explosivos de Guerra (granadas, morteros, balas, etc., que quedan esparcidos sin explosionar por los campos de batalla), una responsabilidad compartida por todos los actores armados colombianos, incluido el Ejército Nacional, que son causantes de múltiples muertos y heridos por su efecto indiscriminado.

El abogado Gómez cree que solo la llegada de nuevos magistrados más sensibles al tribunal que tiene que decidir sobre la demanda interpuesta en nombre de Mónica posibilitaría un cambio de jurisprudencia que permitiese considerar a la persona como víctima del Estado y beneficiarse de una indemnización.

Mónica visita la tumba de su pareja.
Mónica visita la tumba de su pareja.
Gervasio Sánchez

A mediados de mayo de este año, la pareja de Mónica murió. A pesar de que los años de convivencia estuvieron repletos de peleas, malos tratos, borracheras, Mónica sintió de nuevo que el mundo se le hundía a los pies. "Al menos tenía un lugar donde vivir en los últimos años. Es verdad que me pegaba, tenía relaciones con otras mujeres, me humillaba, me lancé varias veces de la moto para matarme cuando él me llevaba, pero también recuerdo momentos bonitos", confiesa Mónica mientras visita su tumba una semana después de su muerte, le pone una vela y encarga una misa de difuntos.

Junto a las veteranas del grupo musical con las que suele cantar.
Junto a las veteranas del grupo musical con las que suele cantar.
Gervasio Sánchez

El comisario de familia de San Pablo, Yolbis Arango, lleva semanas negociando con los hijos de la pareja de Mónica un acuerdo de conciliación que permita a la joven abandonar el hogar con una cantidad económica suficiente para comprarse un lote de tierra donde construir una humilde casita de madera.

Mientras tanto ella vive al límite, sin ganas de volver a empezar, incapaz de dormir en la cama que compartía con su pareja, envuelta en una dejadez alarmante, azuzada por una profunda depresión, ayudada por su tía Jenny, la única de la familia con sensibilidad, acompañada de tres loros gritones, Luna, Lucero y Rayita, y de Luis, un joven que se encarga de hacerle la comida y evitar que asalten su casa a cambio de un salario diario.

Todos los caminos por los que ha transitado su vida desde que era una niña de corta edad parecen conectados con la mala suerte, la injusticia y la violencia en un país donde no existe la piedad con las víctimas.

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