30 AÑOS DE GUERRAS BALCANICAS (4)

El Álamo de Croacia

Vukovar sufrió uno de los asedios más brutales durante las cinco guerras en la antigua Yugoslavia. La división sigue muy presente.

Una mujer reconoce al cadáver de su hija
Una mujer reconoce al cadáver de su hija
Gervasio Sánchez

Vukovar sufrió uno de los asedios más brutales durante las cinco guerras en la antigua Yugoslavia que se desarrollaron entre 1991 y 2001. El Ejército Popular Yugoslavo (JNA) aplicó un severo plan de bombardeos que duró tres meses y arrasó con la ciudad.

La ciudad tenía entonces 44.639 habitantes, de los que 21.065 (47.2%) eran croatas y 14.425 (32.3%) serbios. Hoy apenas viven 27.683 con un 57,37% de croatas y un 34,87% de serbios. La división sigue muy presente y muchos jóvenes han decidido buscar trabajo en otros países europeos.

En setiembre de 1991, la carretera principal estaba controlada por las fuerzas yugoslavas y los paramilitares radicales serbios y era imposible utilizarla para llegar a la ciudad cercada. Había que atravesar un maizal por un sendero de tierra cuyos márgenes desaparecían cuando el polvo lo cubría todo.

Heridos y enfermos en el subterráneo del hospital de Vukovar
Heridos y enfermos en el subterráneo del hospital de Vukovar
Gervasio Sánchez

Era usado por las fuerzas croatas para abastecerse de armas y comida y era fundamental no equivocarte de sendero porque toda la zona estaba sembrada de minas. Los escasos periodistas de todo el mundo que nos atrevimos a entrar en Vukovar lo hicimos por este camino, asumiendo muchos riesgos.

Yo lo hice siguiendo la estela del coche del equipo de TVE comandado por Arturo Pérez Reverte, hoy escritor de prestigio y éxito internacional, bajo atronadoras explosiones. Una vez en el casco urbano fuimos a la primera línea de defensa donde los croatas habían detenido en un audaz ataque a una columna de carros de combate yugoslavos. Algunos soldados de la antigua república yacían muertos mientras los perros abandonados ladraban histéricos.

El frente era todo el casco urbano de la ciudad. Los artilleros yugoslavos lanzaban continuamente proyectiles de gran calibre desde el otro lado del Danubio, el río que hace de frontera entre Croacia y Serbia, sin tener en cuenta que determinados edificios como el hospital, repleto de heridos y enfermos, estaban protegidos por las convenciones internacionales que rigen los conflictos armados. Porque hasta las guerras tienen reglas.

En el hospital vivimos escenas dramáticas. Dos centenares de heridos y enfermos habían sido trasladados a unos pasillos subterráneos y a unas habitaciones herméticamente cerradas con puertas blindadas, construidas durante la Guerra Fría para aislarse de un posible ataque nuclear. Las explosiones hacían temblar las paredes, pero solo un anciano y un niño escondían sus caras debajo de las almohadas. El resto ya se había habituado al ruido ensordecedor.

Afuera una quincena de cadáveres cubiertos con grandes bolsas de plástico transparente esperaban ser identificados para trasladarlos al cementerio en grandes cajones de madera. Un soldado se acercó con dos mujeres hasta la fila de cadáveres. Una de ellas lanzó un grito desgarrador cuando reconoció a su joven hija alcanzada por el disparo de un francotirador. Otra mujer estaba sentada ladeada sobre el asiento del conductor con un tiro en la sien.

Si hay alguien que nunca expresaba sus sentimientos ese era José Luis Márquez, el gran camarógrafo de TVE. Su manera sobresaliente de trabajar era digna de observar. Cuando

los demás éramos incapaces de enfocar por la tensión y el miedo, él levantaba la cámara, ponía el foco en el lugar preciso y tomaba unas imágenes únicas.

Heridos en el subterráneo del hospital
Heridos en el subterráneo del hospital
Gervasio Sánchez

El boquete de entrada en la cabeza de la mujer era muy nítido. La bala al salir había provocado grandes destrozos. A mí me costaba centrarme en mi trabajo, muy nervioso por las continuas explosiones.

Márquez enfocó el orificio de entrada de la bala y empezó a abrir el plano muy lentamente como sólo hace un maestro provisto de un gran pulso. Recorrió unas casas destrozadas, se posó en los cadáveres tirados en el suelo y ahí se congeló. 40 segundos para la eternidad televisiva.

Me impresionó ver a soldados tan jóvenes en la primera línea defensiva. Había visto grupos de paramilitares croatas de extrema derecha con toda la parafernalia bélica en Zagreb y en otros lugares a decenas de kilómetros del frente, mostrando músculo y haciendo ostentación.

Los paramilitares casi siempre se presentan al banquete final de una batalla o escaramuza: cuando es fácil matar, robar, violar. Lo he visto en Croacia, Bosnia, Colombia, El Salvador, Guatemala. Tipos sin escrúpulos, cobardes, que actúan amparándose en la impunidad.

Pero allí, donde se luchaba de verdad, había combatientes valientes muy mal armados pero con agallas. Intentaban contener los ataques de un ejército muy superior en armas. Atemorizados, porque no querían morir, pero ansiosos por defender sus posiciones a cualquier precio.

Joven soldado hace guardia en el hotel Dunav
Joven soldado hace guardia en el hotel Dunav
Gervasio Sánchez

Hace unos meses supe que un joven soldado que fotografíe delante del destruido hotel Dunav seguía vivo. Su hijo lo reconoció en internet y me mandó un mensaje y una foto de su padre en la actualidad. Me alegró mucho saber que se había salvado porque muchos soldados muy jóvenes perdieron la vida en aquel cerco.

En 1991 tampoco fue fácil enviar una crónica a Heraldo de Aragón. Busqué desesperado hasta que di con el único teléfono que había en Vukovar: el de la Radio Croata. Pedí, rogué que me dejaran unos minutos para llamar al periódico.

Me dieron diez minutos y me tomé unos cuantos más. Llamé a cobro revertido. Pedí que me pusieran con Luis Menéndez, la persona más rápida en coger notas al dictado y empecé a leer párrafos enteros sobre lo que había visto en “El Álamo de Croacia”. Así tituló Heraldo de Aragón en primera al día siguiente, domingo 22 de setiembre de 1991.

Me convertí en el único periodista español que pudo mandar una crónica desde el interior de uno de los cercos más salvajes que he conocido en mi vida profesional. Salí tan contento del bunker de la radio que casi me pierdo cuando ya había anochecido.

Cuando una semana antes llegué a la guerra de Croacia mi principal objetivo era Vukovar, la perla informativa. Era la ciudad croata más bombardeada y su cerco se iba cerrando cada día. Había oído historias increíbles sobre su capacidad de sufrimiento. Pero eran escasos los periodistas de todo el mundo que habían llegado hasta allí.

Soldado croata vigila su posición ante carros de combate destruidos al fondo
Soldado croata vigila su posición ante carros de combate destruidos al fondo
Gervasio Sánchez

Supe que un equipo de TVE tenía intención de ir. Me presenté ante el camarógrafo José Luis Márquez, un mito para mí, que me trató con mucho respeto a pesar de que no nos conocíamos. “¿Hay posibilidad de que ir con vosotros?”, le pregunté. “Tendrás que hablar con Arturo Pérez Reverte. Él es el jefe”, me contestó mientras nos tomamos una cerveza.

“Ni hablar. No me gusta ir con carga. Después todo son problemas”, me cortó. Le dije que tenía cierta experiencia en conflictos en América Latina cuyas guerras llevaba cubriendo desde hacía siete años. Al final Arturo bajó la guardia y aceptó: “Podéis seguir nuestro coche hasta Osijek y allí ya decidimos”.

Salimos muy temprano, llegamos a nuestro punto de destino en una mañana tranquila y bajamos al bunker donde se encontraba el centro de prensa para recoger toda la información posible sobre las posiciones de los croatas. Apareció el miedo como compañero de viaje.

Desde que empecé en esta profesión siempre he creído que el miedo es el mejor antídoto contra la estupidez. A los jóvenes periodistas les recomiendo que no trabajen con personas que rechazan el miedo: son insensatos o están locos. Tampoco es bueno el pánico. Pones en peligro al grupo.

Supimos poco antes de empezar a correr por el peligroso sendero de entrada en Vukovar que un vehículo de periodistas había sido acribillado horas antes. La furgoneta de TVE empezó a acelerar y nosotros nos pusimos detrás a una distancia prudencial para no ser envueltos por la nube de polvo que iba levantado.

A medida que nos acercábamos se escuchaba las explosiones con más nitidez. Ya nos habían advertido que Vukovar llevaba horas sufriendo un intenso ataque. La desolación era absoluta. Las calles estaban vacías. Apenas una quinta parte de los casi 50.000 habitantes seguían resistiendo en los refugios de sus casas.

Nos instalamos en los baños subterráneos del hotel Dunav. Los soldados croatas, que entonces eran encantadores con los periodistas extranjeros, nos pasaron un par de botellas de whisky y otra de rakia, un licor local que recorre el gaznate con intensidad.

Nunca me ha gustado el alcohol en esas circunstancias. Te hace perder la conciencia del peligro y te provoca la pérdida de los reflejos. Conciencia y reflejos son muy importantes en las guerras. Pero algunos de mis compañeros se pusieron las botas. Iba a ser difícil conciliar el sueño.

Los yugoslavos tenían emplazadas sus baterías al otro lado del Danubio y habían decidido destrozar la ciudad. Varios proyectiles impactaron directamente en las plantas superiores del hotel. El ruido era ensordecedor y las paredes se movían. No hacía falta beber para sentirse borracho.

“No aguanto más. Me voy a arriba. Aquí es imposible dormir”, soltó Arturo de repente. Quince minutos después empecé a preocuparme y subí buscarlo. Estaba tumbado en un lugar peligroso. Intenté convencerle de que bajase y me comprometí a ordenar silencio en los baños.

Pero él se negó. “Pues me quedo aquí contigo y si me matan esta noche no te lo perdonaré nunca”, le dije en serio. Dos años después Arturo Pérez Reverte recogió este viaje y otros parecidos en su libro Territorio Comanche, un relato que levantó muchas ampollas entre algunos compañeros.

Escribió que yo siempre iba a pie y cargado con mis cámaras por la ciudad de Sarajevo y “su destrozado caqui de reportero sobre el antibalas de segunda mano”. Dijo que era una de las mejores personas que cubrían las guerras balcánicas. Tenía fama de duro pero a veces era muy cariñoso.

Cuando leí el relato le llamé para decirle que mi chaleco antibalas era de primera mano. Heraldo me lo había comprado haciendo un gran esfuerzo económico y tenía más capas antifragmentación que el suyo. Cuando nos encontramos me recuerda la anécdota. Siempre me ha tratado con gran respeto.

Es difícil hacerse una idea hoy de lo que fue aquel infierno. La ciudad ha sido reconstruida desde las cenizas. Pero si buscas todavía hay decenas de casas destruidas. Visitar el hospital sigue siendo una experiencia traumática. Un museo recuerda lo que allí ocurrió. De fondo se escucha los nombres de todas las personas que fueron asesinados tras la caída de Vukovar. Entre ellas había personal del hospital. Los enfermos y heridos han sido sustituidos por maniquíes. Algunas personas que fotografié están entre las víctimas.

Entre los días 18 y 21 de noviembre de 1991, 264 civiles y soldados heridos (de los que 194 pudieron ser identificados) fueron trasladados a un complejo agrícola y ganadero, especializado en ganado porcino llamado Ovcâra, asesinados por los paramilitares serbios y miembros del Ejército Popular Yugoslavo y enterrados en una fosa común.

Las víctimas fueron golpeadas con objetos contundentes como tubos, bates de béisbol y cadenas al llegar a la granja porcina. Cuatro de ellos murieron en las primeras horas. En grupos de 10 a 20 personas fueron ejecutados. Los asesinados tenían entre 16 y 72 años.

Más de 15 años después, el coronel del ejército yugoslavo Mile Mrksic, conocido como el carnicero de Vukovar, fue condenado a 20 años de prisión por el Tribunal Penal Internacional de la Haya. Otros dos colaboradores fueron sentenciados a condenas menores. Un tribunal serbio condenó a 14 antiguos paramilitares serbios por las matanzas perpetradas en Vukovar. Poco castigo para tantos crímenes horrendos en los que participaron centenares de personas.

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