El aristocrático origen del roscón de Reyes

Este dulce, típico del día de Epifanía y originario de Francia, fue adoptado en nuestro país durante el siglo XIX por la alta sociedad.

Escaparate de una pastelería de Zaragoza lleno de roscones para el día de Reyes.
Escaparate de una pastelería de Zaragoza lleno de roscones para el día de Reyes.
Carlos Moncín

El pasado domingo millones de españoles desayunaron roscón y con él han vuelto las entrañables discusiones entre los que lo quieren relleno y los que no, los que detestan con toda su alma las frutas escarchadas y los que no y, por supuesto, entre los que reclaman ser legítimos destinatarios de la sorpresa encontrada al primer corte. Este ritual, acompañado de chocolate a la taza y regalos junto a los zapatos, lleva alegrando el día de Reyes a los españoles unos 150 años, pero es a nuestros vecinos del Norte a quien tenemos que agradecérselo.

Aunque de los platos franceses de Epifanía sea más conocida la ‘galette des rois’ (hojaldre relleno de crema de almendras), antiguamente esta receta estaba limitada a Bélgica, Flandes y al norte de Francia, mientras que en el centro y el sur lo que se comía el 6 de enero era la ‘couronne o gâteau des rois’ –corona o pastel de reyes–, un dulce hecho con masa de brioche. Sería esta versión, favorita de los monarcas galos y que ya se comía en Versalles en 1684, la que llegaría a España con el primer rey de la dinastía borbónica española, Felipe V. Así lo contó el periodista y gastrónomo gaditano Dionisio Pérez ‘Post-Thebussem’ en su libro ‘La cocina clásica española’ (1936), donde se detalla que el primer Borbón, nieto de Luis XIV, celebraba en Madrid la fiesta de la Epifanía al estilo francés y muy posiblemente comiendo pastel. El haba escondida en su interior daba pie, igual que en tiempos de las saturnales romanas, a elegir un rey o reina efímeros que durante ese día mandaban a su antojo, trastocando de modo hilarante las costumbres de la corte.

Los usos de Felipe V no debieron de traspasar los muros del palacio del Buen Retiro, porque a principios del siglo XIX en España prácticamente nadie sabía qué porras era el pastel de Reyes. Hubo que esperar a la fervorosa adopción de las modas gastronómicas francesas para que este dulce, ahora tan tradicional, llegara a las mesas. El ‘gâteau’, que había sobrevivido en el país vecino a la Revolución y sus intentos de prohibir cualquier cosa remotamente relacionada con la aristocracia, empezó a sonar en Madrid en torno a 1848. De ese año es la primera referencia que encontramos en prensa a "un gran bizcocho que llaman torta de reyes", en cuyo interior se metía un haba o una almendra que servían para designar al agraciado como soberano de la reunión.

En el diario ‘El Español’ del 9 de enero de 1848 se explicaba esta tradición francesa y se recomendaban "las ricas y excelentes tortas que con este objeto se expenden hasta el 13 del corriente en la pastelería hotel de San Luis". Esta fonda, competidora en su momento del mismísimo restaurante Lhardy, estaba regentada por un pastelero francés de apellido Soulant y a él le debemos la primera adaptación española de este postre francés que se vendió en la calle Montera, número 27.

Del ‘gâteau’ al castizo roscón

Aquellas primerizas tortas de Reyes harían las delicias de aristócratas y ricos burgueses que, ansiosos por emular en todo a los elegantes franceses, fueron asumiendo poco a poco la ceremonia del ‘gâteau’. Se tomaba en bailes, banquetes y reuniones celebrados en víspera de Reyes, y entre los pioneros de esta dulce tradición nos encontramos a nobles como los duques de Alba, debido a la conexión directa que tenían con la corte de París a través de la emperatriz Eugenia de Montijo.

Francia imponía entonces el estándar del buen gusto e igual que en lo tocante a literatura o vestimenta, la gastronomía española pronto se vio inundada por las maneras galas. En 1867 el escritor José González de Tejada dejaba en su obra ‘Memorias de un viaje al interior de España’ testigo de que las costumbres autóctonas estaban siendo sustituidas por las foráneas, incluso con ocasión de la fiesta de los Reyes Magos: "Cuando comen de ceremonia es indispensable que los manjares tengan nombre francés y que nadie hable de garbanzos, chorizos ni olla podrida; los estrechos y los años son pasatiempo necio mezclado con preocupaciones rancias, en su lugar se hace el reparto del gateau des rois o se sortea le roi de la feve". Los estrechos, años y motes para damas y galanes eran los antiguos pasatiempos de las festividades navideñas, sencillos juegos de sociedad en forma de representaciones o ingeniosas poesías que se leían entre amigos. Pasaron al olvido, sustituidos por eventos en los que la torta de reyes constituía la atracción principal.

Monedas y joyas

La humilde haba fue reemplazada por monedas, joyas o figuras de porcelana en los selectos bailes que ofrecía la alta sociedad por la festividad de Reyes. El dichoso ‘gâteau’ se elaboraba en las cocinas privadas o se compraba en selectas confiterías, pero siempre siguiendo instrucciones venidas de Francia. La nomenclatura gala sonaba más refinada, así que no sería hasta 1885 cuando esta delicia, cada vez más popularizada gracias a pastelerías como Prast, Viena Capellanes o La Mallorquina, empezara a denominarse ‘roscón’.

En 1895 aparecería la primera receta de la mano del gastrónomo Ángel Muro, sin agujero y hecha en molde como si fuera un pastel, mientras que la fórmula perfeccionada, en todo igual a la de hoy en día, sería obra –cómo no– de un cocinero de origen francés. Adolfo Solichon, antiguo empleado de Lhardy y pastelero por un tiempo en la Casa Real, la incluyó en su recetario ‘El arte culinario’ de 1901. Con su agua de azahar, su ralladura de limón y sus frutas confitadas por encima, mal que les pese a algunos.

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