La autocanasta del gigante de San José

El aragonés Lorenzo Alocén ejecutó hace 55 años una histórica jugada que cambió las reglas del básquet. El pívot, que comenzó a jugar con 20 años, fue internacional.

Lorenzo Alocén defendiendo la camiseta del Helios.
La autocanasta del gigante de San José
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El pasado 18 de enero se cumplieron 55 años de una de las jugadas más icónicas de la historia del baloncesto. Aquel día el mítico Pedro Ferrándiz ordenó a uno de los jugadores del Real Madrid que anotara una canasta en su propio aro para evitar una prórroga que se presentaba amenazante, y afrontar así el encuentro de vuelta en casa con solo dos puntos de desventaja. Una audaz (y antideportiva) acción que provocó que la FIBA cambiara su reglamento y la prohibiera bajo amenaza de expulsión por dos años. El ejecutor fue un aragonés, Lorenzo Alocén (Zaragoza, 1937), un pívot internacional cuya exitosísima carrera estuvo marcada a perpetuidad por lo acaecido en tierras italianas hace más de medio siglo.

"He perdido la cuenta de las veces que he contado la autocanasta. Lo llevo con naturalidad y humor, especialmente cuando se cumple algún aniversario con número redondo. Es algo que me ha acompañado y seguirá siendo así. Pero es solo una anécdota de todo lo que viví como jugador", explica con resignación desde su domicilio de Barcelona.

Y tiene razón. El árbol de la autocanasta tapa el frondoso bosque de un personaje con una trayectoria vital y profesional admirables.

La narración arranca en el barrio de San José en plena posguerra. "Mi infancia fue feliz. Vivía en la avenida de San José y estudiaba en La Salle Montemolín. No era un mal estudiante. Se me daban bien las matemáticas y tenía una memoria privilegiada", rescata. El baloncesto no formaba parte de sus juegos. "Con los amigos jugábamos al taco, al escondecucas y al fútbol con una pelota de trapo en la calle porque apenas pasaban coches. Y a veces ‘robábamos’ fruta del huerto del padre de un compañero de clase", rememora.

Su vida transitaba completamente alejada de las canchas. De hecho, a los 20 años había sido destinado a Madrid tras formarse como chapista en la Escuela de Aprendices de Renfe. Pero un encuentro casual en una calle zaragozana alteró drásticamente su vida. "Iba caminando y, al ver mi altura, Antonio Burillo –jugador del Helios– me detuvo y me dijo: ‘¿De dónde eres chaval?’. Cuando le dije que era de Zaragoza me sugirió que probara con el básquet. Yo no había tocado un balón. Por fortuna, acepté la propuesta", asegura.

Alocén se presentó en las instalaciones del Helios con lo puesto. "Calzaba un 45 y tenía que entrenar con alpargatas. Para pasar la pasarela del río pagaba 5 céntimos e iba a las siete de la mañana para ensayar ganchos y tiros. En invierno las tuberías solían estar congeladas y rompía el hielo de la piscina para lavarme. Unos sacrificios que hice con gusto porque descubrí que ese deporte me volvía loco, era lo mío", reconoce.

Pese a que se define como un pívot "brusco" y "tosco", su progresión fue meteórica. "Fui aprendiendo gracias a la ayuda de mis compañeros, desde Burillo a Lorente, pasando por Oliete, Palacios, Martínez, Anoro, Querol... Y me esforcé al máximo. A las 6.30 iba a correr por El Cabezo, me cambiaba e iba a trabajar como soldador, y las tardes las dedicaba a entrenar", asevera.

El gigante de San José captó el interés del todopoderoso Real Madrid de Raimundo Saporta y Pedro Ferrándiz. Un fichaje que cristalizó en 1961 y que se produjo así. "Saporta me llamó y posteriormente lo hizo Ferrándiz. Se puso mi padre Lorenzo y le dijo: ‘Soy el padre y mi hijo quiere ir con vosotros si le dais tanto dinero’. Ferrándiz le contestó:‘Pues ya puede venir a firmar la ficha’. Jamás firmé un contrato, siempre fue todo de palabra", aporta. En sus dos campañas en el club blanco levantó dos ligas, una copa y fue subcampeón de Europa.

Su estancia en el mejor equipo del continente se interrumpió abruptamente. "Al regresar de un partido en Budapest contra el Honved, mi novia (y posteriormente esposa) Mercedes me esperaba en el aeropuerto para decirme que había fallecido mi padre a los 63 años. Cogí un taxi hacia Zaragoza y decidí regresar al Helios para estar al lado de mi madre", cuenta. Dos años le bastaron para erigirse en el máximo anotador y ser elegido el mejor jugador de la máxima categoría. La antesala de la marcha definitiva a Barcelona en 1967 para enrolarse en el potentísimo Picadero y ser olímpico en México 1968.

Una leyenda aragonesa cuyo corazón sigue latiendo en las calles de San José.

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