Carne apaleada o el púgil indomable

Perico Fernández logró la gloria en los superligeros, pero también se fajó en otras categorías. Si hubiese amado el gimnasio, figuraría entre los más grandes del mundo.

Pedrito Fernández, hijo de Perico, y Jose María García, junto al féretro. A la derecha, Esperanza, última compañera de Perico.
Carne apaleada o el púgil indomable
Guillermo Mestre

Perico Fernández pertenece a la edad de oro del boxeo español. Un tiempo que arrancaría –si no nos vamos a los días de Uzcudun, Gaztañaga, nuestro Ara y Baltasar Belenguer ‘Sangchili’– con Fred Galiana y Luis Galiana, y tendría como grandes figuras en los 60 / 70 a Jose Legrá, Pepe Durán, Urtain, Miguel Velázquez, Pedro Carrasco, Tony Ortiz y, claro, Pedro ‘Perico’ Fernández, que se acaba de ir. He aquí algunos hitos.

El fulgor

Perico fue, desde sus inicios, un pegador con leyenda. El joven de la inclusa, el huérfano, el descarriado que iba a recobrar su dignidad sobre el ring. Empezó a ser famoso cuando venció al menudo y correoso Manolo Calvo, que hizo de actor en ‘Los camioneros’. Contra él, con la protección de Martín Miranda, empezó todo. En pocos meses tumbó a Ortiz, el campeón de Europa, la desmelenaba roca de Córdoba, venció a Ceru y tuvo su oportunidad en Roma ante Lion Furuyama. Que era otra roca o un pedernal que no parecía sufrir: el nipón fue siempre hacia adelante y le hundió algunas costillas en el arranque. Perico se encorajinó hasta el final. Venció a los puntos, tras un golpe seco que desmadejó la noche del mundo y del insomnio.

¿Quién soy yo?

Perico fue besado por las reinas de la belleza, fue recibido por Franco, más moribundo que otra cosa. Defendió en septiembre, en 1974, ante Joao Henrique su corona de los superwelters. Si Furuyama fue un león oriental, Henrique era un artista experimentado, con técnica, danza carioca y una buena selección de golpes. Perico, en el ecuador de la disputa, sacó su mano vertiginosa y pesada y lo derribó. Ratificó su condición de héroe nacional. Los expertos escribieron entonces que quizá fuese el boxeador más talentoso de la historia de España. Lo tenía todo: una insolencia animal, furia de combatiente, impacto, cimbreo de cintura y buena esquiva, y una guardia que parecía haber aprendido de Cassius Clay, que tanto le fascinó.

"La puta calor"

Sansak Muangsurin, aquel gigante de lucha libre, se le cruzó cuando era una estrella. Perico abandonó por "la puta calor" (fue su frase para la historia y el principio del fin) y más tarde desaprovechó la revancha. El otro había aprendido algo y parecía un imitador de Primo Carnera, que inspiró ‘Más dura será la caída’. Perico, al que le faltó un poco de cabeza y concentración, recobró la corona continental, pero entró en un túnel de prisa, infortunio, desconfianza y frivolidad. Parecía dispuesto a escribir ‘La leyenda del indomable’. Relajó su profesionalidad, que nunca fue ejemplar, peleó mucho y recibió duros castigos. De haber tenido algo más de amor al gimnasio, hablaríamos de un púgil de la altura de Ray Leonard, Chávez, De la Hoya o Pernell Whitaker.

La cima y la nada

Perico ha sido un personaje literario. Encarnó la infausta vida y el drama del púgil: surgió de la nada, alcanzó la cima y se desplomó. Antes del ocaso y de la enfermedad, hizo pintura abstracta, pintura taurina, oyó tertulias en El Mangrullo, grabó algunas canciones, conoció el amor y la paternidad. Acabó asomándose al desgarro de la soledad y del abandono, al vacío.


Lo tuvo casi todo para abrazar felicidad pero el destino le golpeó brutalmente en la cara, en los ojos, en el alma. Por dos noches esenciales ya es mito. Y carne apaleada de leyenda.

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