Por
  • Guillermo Fatás | Premio 'Antonio Mompeón Motos' de Periodismo 2014

Don Francisco tras sus pinceles

Don Francisco tras sus pinceles
Don Francisco tras sus pinceles
H. A.

Collón de mierda", escribe un intenso Paco Goya. El Goya intenso es subyugador. Cuando explaya en sus obras –óleos, frescos, dibujos, grabados, textos– esa tensión, llega, incluso a resultar dolorosa. El genio nacido en Fuendetodos (pueblo de los Lucientes, su familia materna) es múltiple. Múltiple sincrónicamente –concibe genialidades muy disímiles al mismo tiempo– y diacrónicamente –porque no es estático, sino que evoluciona con la edad y las vivencias–.

Una de las obras más interesantes de Goya es su variado correo. Conocemos de su mano casi trescientos textos y cartas. Formales, unas; mercantiles o burocráticas, otras; íntimas, una buena gavilla. Se deben las más al hecho de que se afincó en Madrid, donde sirvió a la Corona y, luego, directamente al rey Carlos IV. Esa lejanía le hizo añorar no pocas cosas de Zaragoza. Las echó siempre en falta con intensidad. Goya transmite dolor porque él mismo sufre. Desengaños profesionales y familiares, patologías, escaseces, nublados anímicos, nostalgias de la patria chica y de España, cuando, viejo, cansado, enfermo y muy consciente de todo ello, muere en Burdeos lamentando no poder regresar a su amado Madrid.

Sin renegar de su cuna en la pequeña Fuendetodos, a la que quiso, tuvo Goya a Zaragoza como su ciudad más propia. En ella vivió –ocho domicilios les tiene contados a los Goya J. L. Ona–, recibió su primera instrucción (probablemente, escolapia) y tuvo su iniciación pictórica, de la mano, experta y depurada, de José Luzán. Baste este caso, que puede ser arquetípico: la Zaragoza bombardeada tras el primer sitio francés (duro, aunque no tanto como el segundo, que fue salvaje) le inspiró sus terribles ‘Desastres de la guerra’, que nadie que los vea olvidará, en cuya larga serie de ochenta estampas la presencia de la capital y de otros lugares de Aragón es manifiesta y reconocible.

Zaragoza guarda su vigorosa huella, la de un Goya joven, pero ya no principiante. Dos frescos de gran tamaño adornan la catedral del Pilar, con una superficie total de trescientos metros cuadrados. Los de la Cartuja de Aula Dei, de otra traza y con mayor deterioro por restauraciones que podrían llamarse abusivas, son asimismo notables, inesperados. Dos museos, el público de Zaragoza y el privado, de Ibercaja, además del palacio arzobispal –que tiene uno–, guardan un apreciable número de lienzos, expuestos en contextos atractivos y bien discurridos que acaso algún día se acerquen más.

"Goya adora la vida de Madrid y la saborea con fruición, pero añora a la vez con fuerza su tierra natal y es vivo su sentimiento por la Virgen del Pilar"

Hay otro Goya, menos manifiesto, aludido al comienzo: el que se transparenta en su correo personal y, principalmente, en las cartas que cruza, confianzudamente, con su amigo del alma, con su compinche y confidente, Martín Zapater. Qué ejemplo de afecto constante, tierno y desinhibido, el cual ha llevado a lectores poco atentos a sospechar neciamente facetas inexistentes en ese contacto duradero, sincero e incauto.

Es un Paco que, en los ratos que le deja libre su quehacer oficial (es hombre laborioso, esforzado y cumplidor, que ama lo que hace), se explaya con el amigo. También se dirige, sin el menor asomo de rusticidad ni broma, a los reyes (a Carlos III, Carlos IV y Fernando VII), a quienes sirvió eficazmente, y a los grandes de su tiempo, sin bajeza ni halago: a Floridablanca, a Jovellanos –que le atestigua su "buen afecto y fina voluntad"–, al gran Francesco Sabatini y a los duques de Osuna, de San Fernando y de Alburquerque, a los marqueses de Valdecarzana y de Santa Cruz, al conde de Campomanes, a su importante cuñado Francisco Bayeu y a otros más.

En italiano (y firmando Goja): "... Spero che il cuadro posia giungere a tempo del concorso e que le mie deboli forze siano compatite", en 1771. En 1791: "Querido hermano Francisco: te remito la respuesta que di a don Francisco Sabatini. Tengo casi acabado el borrón del mayor cuadro de la pieza para el despacho del rey en el Real Sitio de San Lorenzo. (...) Le pido a Dios con el mayor fervor me quite el espíritu que me sobra en estas ocasiones, para no incurrir en nada que parezca soberbia, y que me reprima siempre en lo que me resta de vida para que mis obras sean menos malas. Siento mucho la desazón que has tenido". Impoluto.

También hace informes periciales, como uno de 1801 sobre lo mal que trabaja un restaurador: "... No puedo ponderar a V. E. la disonancia que me causó el cotejo de las partes retocadas con las que no lo estaban, pues en aquellas se había destruido enteramente el brillo y valentía de los pinceles y la maestría de delicados y sabios toques del original que conservaban. Con mi franqueza natural, no le oculté al restaurador lo mal que me parecía".

O esta, de 1814, negando su colaboración política con el rey José I Bonaparte: "Necesitando acreditar su conducta política durante la estancia del Gobierno intruso en la capital y la ninguna solicitud hecha de sueldo, ocupación, etc., y el no haberse puesto ni un solo momento la insignia de la llamada Real Orden de España, con que le comprometió dicho Gobierno (...) Suplica se le reciba información de los testigos que están prontos a declarar".

J. A. Frago ha estudiado su lengua epistolar y nota la diversidad de registros y niveles expresivos que Goya emplea. Los usa porque los conoce y sabe distinguir el momento, el asunto y el destinatario. Son todos, personales u oficiales, escritos de forma impecable y expresión precisa. El Goya rudo y sin modales es un personaje grotesco e irreal, construido con trazos sueltos de quienes conocen apenas, o nada en absoluto, a este personaje absolutamente extraordinario. O sea, fuera de lo ordinario, pero por elevación.

Con el amigo aragonés se produce de un modo deliberadamente llano ("¡Campicos y buena vida!") y se permite licencias chocarreras, pero carentes de toda malicia. Goya trata con reyes y plebeyos y es tan amigo de sus amigos que por atender un ruego, acomoda en su casa a un desamparado que se la infesta de piojos (1781).

Adora y saborea con fruición la vida de Madrid, pero añora a la vez con fuerza la tierra natal. Su sentimiento por la Virgen del Pilar es vivo, y así se trasluce en sus epístolas –a veces, con dibujos subidos de tono– a su "amigo, amigo y más amigo" Martín, de quien se afirma "tuyo, tuyo y retuyo", sin empacho de llamarlo "tunante de mierda" con exigencias como que "siete veces lo menos me besarías en el culo".

Virgen del Pilar... y chocolate

Goya paladea la buena vida y se la da cuanto puede. Se disgusta si pierde el apetito por los platos y alimentos más regalados. Disfruta también de la ópera y de los grandes conciertos orquestales. Sabe cómo se come en la casa de un infante; degusta, según sus expresiones, manjares exquisitos, vinos delicados, licores suavísimos y buen café, que también consume en establecimientos especializados: "Aquí se vive, y no en otro sitio de España", previene a Martín. "Para cuatro días que hemos de vivir en el mundo, es menester vivir a gusto".

En esas cartas al amigo aparecen liebres, conejos, perdices, codornices, francolines, becadas, gangas, alondras y ánades y, también, tortas y pasteles de anguila y tordella y –recibidos de Aragón– aceite "muy rico" y "harina de panizo". Se pirra por el chocolate de Zaragoza, "excelentísimo", por lo que pide a Zapater se lo haga llegar de allí, pues "no puedo dejarlo", mientras que el de Madrid "no se puede fumar", enfatiza. También aprecia el turrón, del que le llegan las barras de doce en doce.

Don Francisco asciende paulatinamente en su carrera. Se puede permitir caprichos caros –un carricoche ligero con el que volcará, por imprudente– y lo pasa "anchamente". Vive, pues, con holgura. Aunque no con holganza: el contrapunto enfadoso le amarga un poco la vida y así se lo confía a su alma gemela: "Trabajo mucho; ya cuasi nada me divierto". En casa, sin lujos: "Con una estampa de Nuestra Señora del Pilar, una mesa, cinco sillas, una sartén, una bota y un tiple, asador y candil, todo lo demás es superfluo" (1780).

Su amigo, y crítico, Leandro Fernández de Moratín, lo ve muchos años después, ya viejo, ajándose en Burdeos, sordo, torpe, medio inválido y sin poder hacerse entender. No es raro lo que dice de él: que estaba dispuesto a volver a Madrid, ya no en vehículo, sino a lomo de mulo, escuetamente con lo que pudiera llevar encima... y una bota de vino. Genio y figura.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión