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No matarían ni una mosca

Sarajevo 33

EUROPA EN GUERRAS (10)


Srebrenica (Bosnia-Herzegovina)


Desde Srebrenica, a donde he llegado después de un largo viaje de más de 4.000 kilómetros desde Zaragoza, escribo a un amigo con el que coincidí durante la guerra de Bosnia y con el que viví experiencias extremadamente peligrosas: “Tienes que volver a Bosnia. Recorrer, de nuevo,  los escenarios de los noventa. Sirve para equilibrar la balanza anímica. Sentir la paz donde viste una crueldad sin límites. Ver las fosas vacías de cadáveres y presenciar cómo cada año se consigue sanar a centenares de familias al recibir los restos de sus seres queridos identificados”.


¿Por qué se vuelve a lugares que deberías olvidar? ¿ Por qué tantas veces he presenciado el funeral del 11 de julio en Srebrenica' ¿ Por qué quiero recorrer centenares de kilómetros por escenarios de la desolación, del terror colectivo, donde todavía se siente el ambiente de odio que permitió desangrar un país multicultural?


Una niña asiste al funeral de cada 11 de julio en Srebrenica. Fotografía de Gervasio Sánchez


Sigo sin creerme que los perpetradores del horror sean sólo un puñado de asesinos patológicos. No me cuadra que las atrocidades cometidas en Bosnia fueran realizadas por bestias llegadas de otra región. En una orgía sangrienta tan amplia participa demasiada gente corriente para aceptar que  nadie sabía nada.


Paras en una tienda a comprar una botella de agua y haces una pregunta sencilla: “¿Dónde está Omarska?” No hay respuesta o un encogimiento de hombros. Todo el mundo conoce el lugar. Pero se niegan a guiar al curioso que busca los restos del antiguo campo de concentración. No existió ese lugar siniestro. “Es propaganda islamista”, dicen malhumorados.


El hombre que te responde, la mujer que da la espalda, el joven que se ríe de tu confusión seguro que son ciudadanos modélicos. Respetan las normas sociales, cumplen con los preceptos religiosos.  Nunca cometieron un delito o un acto repugnante.


Pero algo falla porque la persecución étnica, religiosa o política es una orgía de violencia que se produce con la complicidad o el silencio de toda una sociedad. En Bosnia o Ruanda en los noventa, en Nigeria o Afganistán hoy. En cualquier lugar a lo largo de la historia.


Decenas de miles de personas asisten cada 11 de julio al funeral en Srebrenica. Fotografía de Gervasio Sánchez


Hannah Arendt reflexionó largo y tendido sobre la banalidad del mal para concluir que los que matan en las guerras no son monstruos sino personas comunes y corrientes “que cuando su trabajo le lleva a asesinar a alguien, no se considera un asesino, ya que no lo ha hecho por inclinación personal, sino a titulo profesional. Por pura pasión, él no mataría ni una mosca”.


He estado varias veces en Gospic, una localidad de Croacia, donde se asesinó a cien serbios y a cincuenta croatas que no estaban de acuerdo con la violencia contra sus vecinos. Cuenta Slavenka Drakulic, en su magnífico libro No matarían ni una mosca, que las casas de las víctimas de Gospic fueron saqueadas y quemadas.  Nadie quiere hablar de lo que ocurrió porque muchos robaron un reproductor de video, un sofá o un televisor (el síndrome del televisor, lo llama Drakulic).


Sólo un antiguo oficial croata, Milan Levar, se atrevió a ir al Tribunal Internacional de La Haya para denunciar lo ocurrido y, además, rechazó declarar como testigo protegido. Pensaba que su ejemplo cundiría y otros vecinos lo imitarían. Poco después una bomba lo mató y en su entierro, cuenta Drakulic, los vecinos afirmaron que le estuvo bien empleado.


Todos son cómplices, dice Drakulic, porque todos, “nosotros también”, “podemos sucumbir a la presión y convertirnos en perpetradores de crímenes”, cuando se consigue la adhesión a un sistema perverso, se utiliza la mentira para justificar el odio o se deshumaniza al contrario.


En marzo de 1993 asistí en Sarajevo al juicio de Borislav Herak, un serbobosnio acusado del asesinato de 32 civiles (doce de ellos, mujeres que violó).


Conseguí un puesto privilegiado durante la primera sesión abierta a la prensa. Estuve dos horas observando su rostro a dos metros de distancia. Enfoque sus ojos con un teleobjetivo corto. Seguí su mirada, quería ver la marca del asesino en algún lugar, en un gesto. Nada. Era lo más aproximado a la persona más mediocre que haya podido conocer en mi vida.


Varones rezando durante el funeral en Srebrenica. Fotografía de Gervasio Sánchez


El relato de sus crímenes fue espeluznante. Vi a mucha gente llorar entre el público. Los periodistas hacían esfuerzos por no caer en la emotividad generalizada. Se aseguró que carecía de piedad, pero yo sólo vi a un joven atemorizado ante el repentino interés por su patética figura.


Es verdad que conseguí alguna foto que refleja el duro carácter de un hombre condenado a la pena de muerte, posteriormente conmutada por cadena perpetua. Aunque sé, como fotógrafo, que si vigilas a alguien de cerca durante un buen rato apuntándole con un teleobjetivo, consigues lo que quieres: acercarle a un criminal o mostrarlo como un corderito a punto de entrar en el matadero.


Viajando por Bosnia me he preguntado miles de veces dónde están todos los Borislav Herak que torturaron, violaron, robaron o asesinaron. ¿Dónde están todos los criminales que incendiaron Bosnia y destruyeron la convivencia cultural, étnica y religiosa para siempre? ¿Alguien se cree que los Borislav Herak actúan solos, violan solos, matan solos?


Borislav Herak fotografiado en Sarajevo el día del inicio de su juicio. Fotografía de Gervasio Sánchez


A medida que me adentro en los escenarios del horror me siento golpeado por la sospecha permanente. Si veo a un padre de mediana edad acariciando a un niño en una localidad cercana al  Drina, río de la muerte y la desolación, me viene la pregunta a la mente: ¿Dónde estaba este padre hace 20 años? ¿Violó y mató?


Porque me es difícil aceptar que un hombre en edad militar en los noventa saliese con las manos limpias del matadero balcánico.


En junio de 1993 me alojé en la casa de una familia croata en Vitez, en Bosnia central. Eran bastantes cariñosos con sus inquilinos. Estaban agradecidos por el pago de un puñado de marcos alemanes que le permitían mejorar una economía golpeada por más de un año de guerra.


Sus vecinos eran musulmanes. Un día aparecieron delante del cuartel general de las fuerzas de protección de la ONU cargando varios bultos y pidiendo apoyo. Habían recibido amenazas para abandonar aquel enclave croata. Sabían que sobrevivir es lo único valioso cuando te persiguen.


Me impresionó la falta de empatía de mis caseros, sobre todo de la mujer, con aquella familia con la que habían vivido juntos durante décadas. Los croatas (católicos) llamaban muyaidines a los musulmanes. Los musulmanes y los serbios llamaban ustachas a los croatas. Los croatas llamaban chetniks a los serbios (ortodoxos). Me dolió escuchar de labios de aquella mujer la palabra muyaidín en referencia a la familia expulsada.


El profesor de psicología de la Universidad de Massachusetts, Ervin Staub, que ha realizado análisis comparativos entre los genocidios armenio, judío y camboyano, asegura que “el mal que surge de una mentira ordinaria y es cometido por gente ordinaria es la norma, no la excepción”.