Luque, la luz en una tarde de grises

Alberto Álvarez fue todo voluntad y la presidenta le negó de forma inexplicable la oreja a Manuel Escribano.

Daniel Luque, en Zaragoza.
Daniel Luque, en Zaragoza.
Raquel Labodía

Una tarde a medias. Ni chicha, ni limoná. Los cuberos hicieron más caja con las pipas que con los gintonics y, entre bostezos, los aficionados se miraban con caras de indiferencia. De cabreo, también. La floja corrida de Adolfo Martín y un palco con ansias de protagonismo, hicieron de la tarde un auténtico calvario.

Menos mal que apareció Daniel Luque. Ese torero al que el sistema exprimió hasta la saciedad para poco después abandonarlo a su suerte, entró por méritos propios en Zaragoza y se ganó volver con creces. No se puede hacer más con menos.

Consiguió mandar sobre un desagradecido tercero que, pese a tener buen embroque, salió siempre con la cara por encima del estaquillador.

El que cerró plaza, fue una pintura pero todo quedó en la fachada. Vacío por dentro, tuvo que ser Luque el que puso la chispa. Muy firme, lo citó siempre bien colocado y con el pecho para, de uno en uno, ir sacándole muletazos templados y de bella factura. Qué suave, qué largo y qué bien toreó con la izquierda. Superior con la derecha. Una pena los aceros.

Alberto Álvarez, muy voluntarioso toda la tarde, estuvo digno con dos toros que nunca le regalaron nada. El primero tuvo tantas opciones como teclas y el de Valareña fue todo voluntad. Aprovechó las embestidas del animal por ambos pitones y por momentos se sintió cómodo mientras toreaba sobre la mano derecha. Le bastó con una media para despedirlo y recibió el cariño de los tendidos en una fuerte ovación tras petición.

El segundo de su lote, lo poco que tuvo, lo sacó en el último tercio. Sosote y dócil en las telas de Alberto fue y vino sin gracia ninguna y todo quedó en nada.

El afán de protagonismo

Escribano, se topó con el encastado quinto y a su manera, le dio fiesta. Sin embargo, el palco quiso quedar por encima de él, del toro y de la gente. Sólo el espadazo bien valía la oreja. Pero no. Inexplicablemente, se le negó el trofeo. Señores del palco, su opinión nunca puede anteponerse al reglamento. La primera siempre fue del público. Quieren jugar a la exigencia y terminan por hacer un ridículo espantoso. Claro, que si no alcanzaron a contar los tres palos que llevaba el segundo, imaginen los pañuelos.

Dicen que el cliente siempre tiene la razón. Y seguramente, así sea. O quizá esté equivocado. Cierto o no, en ningún otro sector se le falta al respeto tanto como en este.

En definitiva, el cliente es el que paga. Y no precisamente poco. Qué gesto tan sencillo y qué poco valorado. No es que costearse una entrada, le cargue de razón. Pero qué menos que tener derecho a opinar, a comentar la corrida con el compañero de tendido o, incluso, pegar algún grito con más sentido que los vivas a españa que propinan voces cazalleras y a destiempo. Esos sí que faltan al respeto y, sin embargo, tienen barra libre. Los demás, al reclinatorio y a rezar, entre otras cosas, el mérito que tiene ponerse delante y lo duro que es este mundo, que desgraciadamente, cada día es menos del toro.

Esto, que desgraciadamente parece el pan nuestro de cada día y que más de uno ha normalizado, conduce a situaciones tan vergonzosas como las vividas entre el tercero de la cuadrilla de Daniel Luque y dos aficionados que, simplemente, opinaban. Y claro, con la iglesia hemos topado. Qué actitud tan impresentable para ir vestido de luces. El ego.

Por lo demás, no pasaría nada por poner los pesos bien en la tablilla o repasar las rayas de picar.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión