Hasta cuándo Zaragoza enterró intramuros

Un exhaustivo estudio aborda la relación de la ciudad con el devenir de sus lugares de enterramiento desde la época romana hasta los años 40.

Imagen antigua de la puerta principal del cementerio de Torrero y andador Costa
Imagen antigua de la puerta principal del cementerio de Torrero y andador Costa
Archivo Municipal

Sin las pretensiones de ser un tratado de historia, ni un estudio antropológico sobre la muerte ni las manifestaciones artísticas que la rodean, esta semana se presentó 'La ciudad y los muertos', un exhaustivo estudio del arquitecto urbanista del Ayuntamiento de Zaragoza Ramón Betrán, que reconstruye la evolución espacial de los enterramientos de la ciudad desde la época romana hasta los años 40.


Se trata de un interesante estudio en el que se desentraña la propia historia de la ciudad a través de los cambios en los espacios de enterramiento, así como las tensiones que el hecho fúnebre ha generado históricamente entre los estamentos del poder. A la vez, aporta una reflexión sobre la relación histórica y cambiante de las sociedades y sus lugares de sepultura, especialmente a través del cementerio de Torrero, al que está dedicado buena parte de la publicación.


El libro arranca con las primeras formas de sepultura de la ciudad -enterramientos romanos, cristianos y andalusíes-, y la Edad Media, y cómo se introduce un concepto de la muerte que será esencial durante siglos posteriores: la creencia bajo medieval en la existencia del Purgatorio y las posibilidades de reducir su estancia gracias a donaciones y a la venta de indulgencias en el interior de las parroquias. "Esto es parte de lo que Georges Minois llamó el gran mercadeo del Purgatorio, fue el mercado de las sepulturas 'apud ecclesiam', literalmente vendidas por párrocos y frailes, en competencia mutua a veces feroz, a despecho de la doctrina canónica de la Iglesia y según tarifas dependientes del prestigio de cada establecimiento religioso y de cada una de sus partes", explica el autor. Esta fue una fuente esencial de ingresos de las parroquias, un "mercado descarado" y de excesos monetarios al que los obispos intentaron poner freno. "Solo entendiendo el funcionamiento de estas exacciones, el enorme monto que alcanzaron y los mecanismos disciplinarios en que descansaban, podrá comprenderse las enormes dificultades que lastraron la creación del cementerio de Torrero y su gestión hasta el último tercio del XIX", apunta el autor.Epidemias y corrientes higienistas

El libro recoge las principales epidemias que asolaron la ciudad, como la peste de 1652 que dejó 7.000 muertos, y que obligó a tomar medidas, como controlar caminos y puertas de la ciudad con guardas armados, prohibir la mendicidad o vigilar la destrucción de las ropas infectadas, y que también demuestra cómo empezaba a calar entre las autoridades civiles un cambio de mentalidad hacia la muerte y la gestión de los cadáveres.


En el siglo XVIII se extienden las corrientes higienistas, una nueva conciencia de lo limpio y temerosas de los riesgos sanitarios que pueden entrañar los cadáveres y que empiezan a desvelar los avances de la Medicina. "Se extiende la idea de que hay que sacar a los cementerios de las ciudades, se procura ocultar la muerte y la enfermedad", explica el autor.


En el último cuarto del siglo se dictaron las primeras normas funerarias modernas, que impusieron la clausura de los enterramientos intramuros y la creación de cementerios generales extramuros aplicando los principios ilustrados del momento. En Zaragoza, en 1791 se inaugura el fosar del hospital de Gracia en el camino de La Cartuja, en principio destinado a los pobres fallecidos del centro y utilizado en tres ocasiones, antes de la fundación de Torrero, como cementerio general provisional de la ciudad.


Aunque una cédula de 1787 prohibía inhumar en iglesias y fosares urbanos en Zaragoza siguió sepultándose intramuros hasta 1832. Este fue un año histórico por varios motivos. Por un lado, porque la ciudad fue la que más mortandad sufrió de toda España por la primera epidemia de cólera asiático que invadió Europa, con cifras comparables a los Sitios de Zaragoza. También fue el año en el que el Concejo encargó a sus arquitectos Joaquín Gironza Langarita y José Yarza Miñana una memoria para la construcción de un cementerio general en el monte de Torrero sobre suelo propiedad de la ciudad, que se inauguraría dos años después, si bien en aquel primer momento fue más bien una agrupación de fosares parroquiales trasladados a las afueras, un pudridero que cumplía las funciones higiénicas, pero sin significación social.


No será hasta la primera ampliación de 1875 cuando el camposanto comienza a convertirse en reflejo de las clases sociales de la época y nuevo espacio de referencia para la ciudad. Y es que a partir de la década de los 60 se introduce una tradición de ritos, símbolos y valores, se instauran códigos fúnebres en las formas sepulcrales como manera de simbolizar el estatus social.Fusilamientos en Torrero y Valdespartera

El camposanto sufriría a lo largo de las décadas siguientes distintas reformas y ampliaciones. Pero en el inicio del siglo XX, el terreno del camposanto estaba totalmente saturado debido a la presión demográfica que la industrialización trajo a Zaragoza, lo que llevó a planificar, de la mano del arquitecto Yarza Echenique, una nueva ampliación que engrandaría su superficie en un 63% en 1918. En aquel principio de siglo también se acometería la construcción del panteón de Joaquín Costa, fallecido en 1911.


Llegó luego la dictadura de Primo de Rivera y la II República, periodo este breve y convulso en el que se derribaron las tapias que separaban los recintos católico, evangélico y civil, y se suprimió la capellanía, y en el que se buscó la máxima rentabilidad del establecimiento. Se multiplicaron los tipos de tarifas con el objetivo de poner al alcance de cada ciudadano la tumba que mejor conviniera a su situación económica.


El libro, en su parte final, aporta datos exhaustivos sobre la ciudad durante la Guerra Civil, y relata cómo el cementerio se convirtió en campo de ejecución en las tapias donde ahora se encuentra el cementerio alemán. "Hubo al menos 3.200 fusilados, un 80% de ellos entre agosto y diciembre de 1936", explica Betrán, quien explica que también se fusiló en otros lugares de la ciudad, como en Valdespartera, que era propiedad militar, en una vaguada que se situaría en la zona donde hoy se encuentran los Lagos de Penélope, y los cadáveres se trasladaban a Torrero. "Se podría dar prácticamente por seguro que en Valdespartera no se enterraba pese a que existe esa creencia", subraya Betrán.

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