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Valeria, ucraniana en Zaragoza: "Es la segunda vez que huyo de mi casa por los rusos"

Esta joven acaba de llegar a la capital aragonesa desde Kiev. La acoge su tía, Anna Chaika, instalada aquí desde que hace siete años ambas ya tuvieran que huir de su casa en Lugansk.

Valeria Yusupova (derecha), junto a su tía Anna Chaika, que le ha acogido en Zaragoza.
Valeria Yusupova (derecha), junto a su tía Anna Chaika, que le ha acogido en Zaragoza.
José Miguel Marco

Valeria Yusupova apenas lleva un par de semanas en Zaragoza. No se separa del móvil. Permanentemente lo revisa en busca de noticias y mensajes de sus amigos y familiares. A casi 3.000 kilómetros de Kiev, esta ucraniana ya no teme por su vida, pero sigue viviendo en estado de alerta. La acoge en su casa de la capital aragonesa su tía, Anna Chaika, que ya lleva siete años instalada por aquí. En 2014 ella -al igual que su sobrina- también tuvo que huir de los rusos por el conflicto que entonces se vivió en su tierra. Ahora, por fin, se han podido reencontrar.

Desde pequeñas ambas vivían en Lugansk, pero tuvieron que salir corriendo a raíz de los enfrentamientos que en 2014 desembocaron en la autoproclamación de una república. Tras un largo periplo por varias ciudades ucranianas, Anna acabó en España. Su sobrina Valeria, en cambio, se instaló en Kiev. Ahora, como entonces, ha tenido que volver a salir de su hogar de forma precipitada. “Es la segunda vez que tengo que huir de mi casa por culpa de los rusos. Ya estaba cansada y tenía miedo por lo que podía pasar, aunque sabía que salir también era peligroso”, cuenta Valeria.

El comienzo de la invasión el pasado 24 de febrero le pilló durmiendo. Había trabajado la noche anterior, por lo que se despertó a mediodía y comprobó que los rusos ya estaban en Ucrania. “Fue como vivir otra vez lo que ya habíamos vivido en 2014”, relata. Entonces, en Lugansk, Anna recuerda que la tensión era máxima. “Un día volvíamos a casa de poner las vacunas a mi hija recién nacida. Nos paró un soldado con un arma automática y nos dijo que por qué teníamos un coche con matrícula de Kiev. Era un crío, estaba muy nervioso, creo que drogado. No sabíamos qué era capaz de hacer con ese arma, y solo por una matrícula”, rememora.

Al poco tiempo decidieron trasladarse a Kiev, pero allí su vida no fue fácil. “Cuando veían que éramos de Lugansk, ya nos señalaban y nos acusaban de atraer a los rusos. No nos dejaban alquilar un piso, siempre había problemas… Una conocida vino a España y un tiempo después decidimos venir”, explica. Desde 2015 vive en Zaragoza con su marido y su hija, con una vida totalmente asentada aquí, pero sin perder un ápice de contacto con su país.

En Kiev, durante los días previos a su salida, la vida no ha sido nada sencilla para su sobrina Valeria. Aún recuerda cómo vio “volar los misiles por encima de mi cabeza” mientras hacía una interminable fila para comprar en un supermercado. Otro día, fumando en una terraza, creyó que nevaba, pero se dio cuenta de que “lo que caía era ceniza”. “Dormíamos todos en el baño, porque está en la parte más interna del edificio. Teníamos mucho miedo”, rememora. Anna cuenta otra situación: “Yo le decía todos los días que se viniera a Zaragoza. Cuando lo decidió, le insistí muchas veces que fuera ese mismo día a la estación de tren. Unas pocas horas después, allí cayó una bomba. Afortunadamente, ella había decidido hacer el viaje al día siguiente”.

El viaje fue complicado. De Kiev logró montarse en un tren a Leópolis, ya cerca de Polonia. Luego tardó 20 horas en recorrer los pocos kilómetros que le separaban de la frontera, de pie en un tren con las luces apagadas para no llamar la atención desde el aire. De Polonia fue a Alemania, donde tenía otro familiar, y luego ya tomó un vuelo hasta España. Esta semana ya ha empezado con sus clases de castellano, algo que considera “imprescindible” para poder trabajar. Tras tener que dejar su hogar dos veces en siete años, prefiere no pensar demasiado en su futuro.

“Intentamos ser fuertes y no llorar, pero dentro tenemos odio e ira. Y también impotencia porque no podemos hacer nada. Aquí estamos ayudando a los refugiados que van llegando, tratamos de recoger ropa, de mandar dinero a mi hermana… Pero sentimos que en el fondo no podemos cambiar nada de lo que está pasando allí”, resume Anna. 

Esta ucraniana, con “unos cuantos amigos rusos”, lamenta que la mayoría de la población de este país “no vea lo que todo el mundo ve”. “Putin está loco. Mi marido decía que no sería capaz de invadir otro país, pero yo lo tenía claro”, señala. Ahora, tiene claro que el conflicto “no va a ser cosa de un mes”, sino que se alargará. Mientras tanto, tanto ella como su prima seguirán pendientes del móvil, de una guerra que físicamente ya les queda lejos, pero que sentimentalmente siguen viviendo día a día.

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