La catedral del carbón quiere despertar

La central térmica de Aliaga es un templo de la energía varado desde hace cuatro décadas en las Cuencas Mineras. El Ayuntamiento tiene planes y busca financiación para darle una nueva vida.

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Los enormes depósitos que suministraban carbón a las calderas de la central térmica de Aliaga aún escupen restos de hollín. Casi cuatro décadas después de su cierre, se siguen acumulando en una pequeña montaña negra enmohecida que se levanta junto al espacio que ocupaba la caldera Walther, la más grande que tuvo este impresionante templo de la energía. Hoy pasea por allí Julián Cruz Amela, de 84 años, uno de los pocos extrabajadores de la central que aún viven en este pueblo de las Cuencas Mineras. Eleva la vista y cuenta que este mastodóntico edificio “parecía un hotel”, por la pulcritud de sus paredes embaldosadas y el cuidado de su pintura.

Ahora está semidestruido. Desde que cerró sus puertas en 1982 ha estado esperando una segunda oportunidad que nunca ha llegado, pero que ahora se ha empeñado en darle el alcalde de la localidad, Sergio Uche. El Ayuntamiento compró el edificio hace cuatro años por 210.000 euros y lo ha vallado para, al menos, tratar de reducir el ritmo de su deterioro. Quiere protegerlo y lucha por que sea declarado de interés local y cultural, para así poder aspirar a subvenciones. “No podemos perder esta parte de nuestra historia”, dice el alcalde.

La central parece muerta, pero aún guarda energía en sus entrañas para generar actividad. Se plantea un proyecto de realidad virtual para poder ver físicamente, desde dentro, cómo era cuando estaba en funcionamiento; hay planes para crear un museo de la generación eléctrica y otro geológico; se quiere revitalizar turísticamente el estanque que se creó para abastecerla; y una empresa planea aprovechar la enorme montaña de cenizas y escorias que se acumulan en las inmediaciones para crear paneles ignífugos. Uche asume que las obras de la central serán “muy caras”, pero las fía al medio y largo plazo. “Si no empezamos a andar, nunca sabremos si podemos llegar a la meta”, plantea.

El alcalde cuenta que su abuelo, técnico de motores, “empezó a montar la central hacia el año 45”. Paradójicamente, él fue uno de los encargados de desmontarla 40 años después. En ese tiempo, la central térmica de Aliaga dio la vuelta como un calcetín a toda la comarca. “Fue una revolución absoluta, ya que transformó una sociedad rural en una sociedad industrial y provocó cambios en la forma de vida, en los roles sociales, en el paisaje...”, reflexiona María Giménez, licenciada en Bellas Artes que ha basado parte de su tesis doctoral en la central, donde además trabajó su abuelo.

A su alrededor se construyeron dos nuevos barrios, La Aldehuela (para trabajadores de la central) y Santa Bárbara (para los mineros). Llegaron a tener iglesia, fondas “para solteros”, casinos, escuelas y economatos. Ahora son, en su mayoría, segundas residencias de los hijos o nietos de aquellos trabajadores. “Se trabajaba 24 horas a cuatro turnos. Las calderas no paraban nunca, porque solo para arrancar la Walther hacían falta 10.000 litros de gasoil”, explica Julián Cruz. Rememora que para montar esta caldera “estuvieron 70 alemanes trabajando medio año”, y que algunos se quedaron por aquí durante un tiempo.

"La más grande y moderna" de españa

Esta caldera, de la que hoy solo da testimonio su vieja chimenea metálica, convirtió la central en “la más grande y moderna de España”, según la prensa de la época. “Cuando se montó, teníamos una ilusión tremenda”, rememora Julián. Él trabajó en la central entre 1955 y 1982 (cuando cerró), y aún puede sentir el ambiente que tenía su interior “de ruido y calor”, pero también de “limpieza y luz”. Era pintor, y recuerda que debía pintar de verde las tuberías de agua destilada, de rojo las de vapor y de blanco las del agua del embalse.

Además de pintarse la central de arriba abajo varias veces, también fue el encargado de diseñar las enormes letras que coronan la fachada principal, en las que aún se lee con perfecta nitidez ‘central térmica de Aliaga’. “Un ingeniero me pasó las medidas y me dio diez metros menos de fachada. Menos mal que la medí yo con una cuerda, que si no solo hubiera puesto ‘central térmica de’, la palabra 'Aliaga' no hubiera cabido”, recuerda con una sonrisa.

La época de esplendor de la central hizo que Aliaga se convirtiera en un núcleo importante de atracción. En una década, entre 1940 y 1950, duplicó su población hasta llegar a los 2.000 vecinos, que disfrutaron de viviendas muy modernas para la época. El cierre de la central supuso que la localidad iniciara el camino inverso, con un vaciamiento que aún no ha acabado. Actualmente, en invierno apenas viven 250 personas en el pueblo.

El progresivo aumento de la generación de energía fue, curiosamente, lo que provocó su declive. La central térmica de Aliaga se había convertido en un monstruo que engullía cientos de miles de toneladas de lignito al año. A su alrededor se había levantado un enorme complejo minero, pese a que la calidad del carbón era baja. Un proyecto faraónico (y carísimo) permitió llevar por los aires las vagonetas cargadas desde cuatro puntos distintos hasta la central, a través de 14 kilómetros de cable. Pero poco a poco las minas locales se fueron secando. “Había que traer el carbón de fuera, por lo que se encarecía mucho. Además, la vida útil de la central ya se había superado”, señala el alcalde, Sergio Uche.

Hubo que cerrarla. Por entonces ya era de Endesa -la construyó Eléctricas Reunidas de Zaragoza-, que prejubiló a algunos trabajadores y recolocó a otros en la capital aragonesa, principalmente. “La gallina de los huevos de oro desapareció, y la comunidad pasó a ser una sociedad decadente y postindustrial. La gente se queda desvalida, pensando ‘y ahora qué’. Comenzó el éxodo a las grandes ciudades, aunque al menos tuvieron la oportunidad de comprar las casas. Ahora sus descendientes vuelven en verano, porque el arraigo a la tierra continúa”, explica la investigadora María Giménez. “Yo todo aquello lo recuerdo con nostalgia, porque la central y sus barrios eran un modo de vida”, apunta Julián Cruz.

El enorme edificio queda como testigo y memoria de todo aquello. Su monumental arquitectura resulta singular. A diferencia de otras, se hizo de tal manera que no se podía ampliar. Se levantó para acoger en su interior todo el complejo sistema de maquinarias, incluidas las calderas, sin apoyarse en los espacios exteriores. Tiene grandes ventanales verticales y una profusión de elementos clásicos como pilastras, entablamentos o frontones triangulares, que le dan un aire particular. “Es un templo de la energía, tiene un gusto especial”, señala Giménez, quien destaca que en las centrales posteriores “no prima la estética”, sino que se limitan a ser “funcionales”.

Ahora parece el escenario de una serie apocalíptica. De hecho, ha servido para recrear en una película una central térmica abandonada en Siberia. También ha sido imagen del Sonar y objeto de deseo de fotógrafos, artistas y curiosos. El propio alcalde abre de vez en cuando sus puertas para que más de un interesado pueda verla. “La historia de la central no se puede quedar aquí. Aunque parezca mentira, sigue generando riqueza, sigue teniendo vida. Ahora hay que trabajar para explotarla”, sentencia el alcalde. Junto con Julián, cierran la verja exterior que rodea al complejo, donde crece la maleza y se acumulan los escombros. La catedral del carbón seguirá esperando una nueva oportunidad.