True detective

Una mujer ahogada en el Ebro. A nadie le importaba su asesinato. Otra de tantas. Pero él había hecho un juramento cuando la acogió en sus brazos. Lo encontraré, le dijo. Y así, el Ebro, adoptando su forma humana, recorrió las calles de Z con sus pies descalzos, su pelo húmedo y un traje de tres piezas que olía a piedra, aceite y helechos.


¿Dónde vas?, le preguntó su primo Cierzo soplando en su rostro. No le contestó y, como un cazador, siguió el rastro carmesí de la violencia grabado en el asfalto caliente, caminó sobre las vías del tranvía y, rechinando los dientes ante la proximidad de su presa, llegó hasta el Parque Grande.


Allí, encontró a un hombre cobijado bajo la sombra de un álamo. Las manos del asesino aún olían al perfume de ella. El hombre le miró a los ojos y susurró: lo he intentado, no importa cuántas veces las lave, pero esta peste no se va. Depende de la cantidad de agua, susurró el Ebro. Esa noche su caudal hizo temblar los cimientos de la ciudad con su ira roja.