El mendigo y la princesa

Todas las mañanas hostiles, monto sobre mi bici y rasgo el carril verde que me lleva por Vía Hispanidad hasta mi trabajo. Digo hostiles, porque el cierzo azota sin cesar.

Suelo cruzarme con un mendigo de barba blanca y desaliñada figura. Cuando paso y le miro, siento que él me reconoce como alguien familiar.


El viernes, seguía mi senda cuando el arisco cierzo sopló despiadado y dejó volar mi foulard que acabó enredándose en los radios de mi fiel bici. Caí sintiendo el peso del armazón sobre mi pierna. No podía moverme. Los coches impasibles continuaban por su carril.


De repente, dejé de sentir ese peso sobre mi cuerpo. Sin mediar palabra, alguien me ayudó a incorporarme. Cuando alcé la mirada, vi a lo lejos una figura torpe. Huyó antes de que pudiera decir gracias.


Es un ser anónimo que deambula por los márgenes de Zaragoza formando parte de su corazón y su paisaje. No sé cómo se llama, pero sé que ese día se transformó en un príncipe para mí.