Lucidez

Se podía oler ya a pueblo mientras perseguía el camino que me llevaba a la soledad majestuosa de Azanuy. Alcanzaba a ver la iglesia, siempre cerrada a los feligreses. Dejamos atrás rápidamente el cartel que indicaba que habíamos llegado a nuestro destino, que se mantenía como quien ha pactado con el diablo, viejo y eterno. Como yo.


El sonido de unas jotas nos recibía, y poco después permanecí en la calle. Mis pies empezaron a andar solos, sabiendo ya dónde me llevaban. Alcancé a ver a lo lejos, mucho antes de llegar, la verja que daba paso a ese gran espacio cuadrado y amurallado. El sonido de su silencio me recordó a un tiempo lejano.


Me enfrenté a la visión de ese particular mar como si fuera algo que sólo existía en mi mente. Avancé despacio hasta que supe que debía pararme. Supe también que ahí estaba mi marido, tras el epitafio, enterrado después de que mis manos se hubieran encargado de su muerte. No hubo llanto. Sólo pronuncié un nombre.