30 AÑOS DE GUERRAS BALCANICAS (2)

Sarajevo: bienvenidos al infierno

Hoy la ciudad sueña con el regreso de los turistas tras la pandemia. Parece que no queda ni un rasguño de la guerra de hace 30 años, pero cuando rascas un poco aparece los recuerdos nítidos de aquel cerco demoledor.

Un hombre fuma al lado de un joven alcanzado por un francotirador
Un hombre fuma al lado de un joven alcanzado por un francotirador
Gervasio Sánchez

El mapa callejero de Sarajevo tiene muchas lecturas para mí. Muy buenas como cuando las calles apretadas y sinuosas del barrio turco, con sus sugerentes pastelerías de repostería oriental y sus heladerías de sabores singulares, me permiten suspirar de admiración y adentrarme en una historia consolidada de siglos de cruces culturales como pocas ciudades tienen en el mundo. Muy malas porque esas mismas calles forman recorridos de sangre y pánico en mi memoria descritos por años de cerco y violencia, soledad y dolor, dignidad y abandono.

Las calles de Sarajevo llevan años recordándome que estoy vivo de milagro. Que aquel día que pasé por tal cruce y escuché un disparo, sé que no me alcanzó por la imprecisión de un francotirador. O simplemente que su rutina, ser dueño de la vida y la muerte, la resolvió perdonándome la vida. Que aquel otro día que estalló un proyectil de mortero y no fui alcanzado porque la carga mortífera voló en el sentido contrario del que yo me encontraba. Que un tercer día que decidí cambiar de ruta por pura intuición me salvé de quedar destrozado sobre el asfalto como le ocurrió a media docena de personas segundos después.

Siempre que me paro en un cruce de la capital bosnia se activa un sexto sentido de protección en mi memoria que me obliga a recordar qué hubiera pasado si estuviésemos en plena guerra. Siempre que subo a un montículo desde donde la vista es espectacular o me paseo por el viejo cementerio judío me veo caminando como un muñequito al que no mataron porque no quisieron.

"La UE y su poderoso ejército no podían abandonar tan obscenamente la ciudad"

El sábado 6 de junio de 1992 entré en Sarajevo por primera vez poco después de empezar un cerco salvaje que duraría casi cuatro años. Ese día la ciudad fue violentamente bombardeada con 3.000 proyectiles y varias explosiones rondaron los lugares por los que pasee.

Cuando me senté a escribir mi primera crónica me pareció que había vivido una película surrealista, imposible de que fuese cierta, porque la Unión Europea y su poderoso ejército no podían abandonar tan obscenamente una ciudad atacada en el patio trasero de los estados más ricos.

Me costó escribir e, incluso, radiar que la capital bosnia llevaba dos meses cercada y que cada día enterraba a sus muertos en funerales inacabables. Me parecía estar viviendo un sueño impreciso cuando se formaba colas muy largas de ciudadanos encogidos por el pavor y la incredulidad ante las escasas panaderías. El pan se convirtió en el único alimento para muchas familias.

Las calles estaban infectadas de coches calcinados, los postes de la luz yacían caídos en el suelo y los tranvías se columpiaban sobre las traviesas después de empotrarse unos contra otros como si los conductores lo hubieran abandonado en marcha al escuchar los silbidos de los proyectiles a punto de explosionar.

Visité un barrio que acababa de ser destruido por una lluvia de cohetes lanzados desde plataformas móviles firmemente pertrechadas en las colinas adyacentes. Las paredes maestras se habían derrumbado como si fuera de cartón.

Sarajevo Una mujer sala de una casa alcanzada por un proyectil con una maleta y una tomatera
Sarajevo Una mujer sala de una casa alcanzada por un proyectil con una maleta y una tomatera
Gervasio Sánchez

Esos actos en medio de la desolación me permitieron creer que no todo estaba perdido cuando todavía había ciudadanos que se defendían del oprobrio con exquisitez como si la vida fuera más importante que la muerte, dispuestos a no dejarse animalizar por la violencia de los atacantes.

Recuerdo cómo el agua de un charco se teñía del rojo intenso de la sangre de varios combatientes que yacían en camillas a la entrada del depósito repleto de cadáveres. Nunca olvidaré la intensa forma de fumar de dos mujeres que acababan de identificar los restos de un familiar decapitado por el nombre completo escrito con una letra descalabrada encima de un cuerpo incompleto.

Qué fácil era matar en aquel Sarajevo de las primeras semanas del cerco. Los ciudadanos aún no se habían acostumbrado a vivir en el infierno, infantilizaban sus movimientos y eran pasto del efectivo y cómodo trabajo de los cazadores armados con fusiles precisos, adornados con miras telescópicas.

Qué fácil era matar en aquel Sarajevo de las primeras semanas del cerco. Los ciudadanos aún no se habían acostumbrado a vivir en el infierno

Mi primer muerto fue un joven de veinte años que fue arrastrado por unos voluntarios a un lugar seguro, cacheado en busca de una identidad y una dirección y velado en silencio por un hombre que fumaba sin parar. Mi segundo muerto fue una mujer de edad mediana que pasó horas tumbada en un punto crítico de la ciudad al que nadie se atrevía a acercase. Los dos muertos parecían dormidos, el joven con la cabeza volteada al lado izquierdo, la mujer en sentido contrario.

Mi obsesión con el paso de los años y las décadas (me parece imposible que hayan pasado treinta años de aquella debacle) ha sido conocer el nombre de mis muertos, los que conocí recién asesinados o los que yacían en determinadas tumbas. Los muertos de otros que parecen míos por lo que me marcaron en mi memoria y en mi conciencia.

Hace muy poco conocí los rostros de dos niños de tres y cinco años, Mirza y Mirela, que murieron en un bombardeo de 1992 junto a otros tres familiares y que fueron enterrados en la misma tumba. Me pregunté muchas veces cómo tuvieron que quedar los cuerpos de destrozados para que todos cupiesen en un mismo agujero. Ver los rostros bellísimos de los pequeños me alivió porque ahora ya podía pensar en ellos con unos rasgos específicos. Aunque también me entristeció por lo injusto que es morir sin ninguna culpa cuando vives en plena edad de la inocencia.

Cola para adquirir pan durante el cerco de Sarajevo
Cola para adquirir pan durante el cerco de Sarajevo
Gervasio Sánchez

Cuando llevaba una semana en la ciudad empecé a sentir que los ciudadanos sitiados, hambrientos y abandonados sobrevivían en una ciudad ahogada en sangre cuyo final parecía encaminado a ser un inmenso cementerio. Cada proyectil lanzado por los bosnios-musulmanes contra las colinas era contestado por una veintena de serbios-ortodoxos de mayor calibre y capacidad destructiva.

Ni siquiera era posible enterrar a los muertos con calma. Aunque todavía no se había establecido la costumbre de atacar los cementerios durante las ceremonias funerarias como ocurrió meses después hasta tal extremo que hubo que prohibir los entierros con luz natural, la tensión era vigente en los rostros de todos los acompañantes y los religiosos aceleraban los oficios o simplemente los acortaban.

Hoy Sarajevo solo sueña con el regreso de los turistas e imagina que dentro de unos meses, con la pandemia de la covid 19 superada, volverán los grupos organizados que reforzaran una economía estrangulada y colapsada por la corrupción generalizada. Parece que ya no queda ni un rasguño de aquella guerra y que toda la ciudad ha sido reconstruida.

Pero cuando rascas un poco aparece los recuerdos nítidos y es raro el sarajevita que no se sienta marcado por aquel cerco demoledor que marcó sus vidas y las nuestras.

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