Vas en el metro despierto, descansado, escuchando música y pensando en tus cosas. De repente, un desconocido bosteza a tu lado. Sin que puedas hacer nada para evitarlo, se te abre inmediatamente la boca. Y en el vagón se inicia una oleada de bostezos en cadena.

Se trata de un ecofenómeno, es decir, una tendencia involuntaria a imitar automáticamente ciertas acciones de otras personas. Y no es exclusiva de los humanos: a los chimpancés y a los perros también les sucede.

La base neurológica del contagio de la apertura desmesurada de boca la han encontrado científicos de la Universidad de Nottingham (Reino Unido) en la corteza primaria motora, un área cerebral relacionada con el movimiento. Con técnicas de Estimulación Magnética Transcraneal (TMS, por sus siglas en inglés) comprobaron que las personas son más proclives a dejarse contagiar cuanto más excitables son sus neuronas en esta zona de la sesera. Por otro lado, la necesidad urgente de abrir la boca cuando otros bostezan cerca es mayor cuanto más tratamos de frenarlo, e incluso aumenta cuánto se nos abren las fauces.

La edad también influye en cuánto se nos abre la boca por imitación. En el útero materno no existe el bostezo contagioso, solo el espontáneo -normalmente asociado a cansancio o sueño, y destinado a enfriar el cerebro-. El contagioso aparece cuando nos adentramos en la niñez. Y disminuye a medida que envejecemos, aunque los efectos de cumplir años se notan muy ligeramente. Lo que guarda poca relación con que el bostezo se nos pegue o no, a pesar de lo que solemos pensar, es la empatía, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar de los demás.