Amigos

Miraba, con calma, la torre que alzaba su frente hacia la luna. Miraba cuando le interrumpió Rosco, inquieto, jadeante. Le sorprendió verle a esas horas, sabía que su ama se retiraba siempre antes de que el sol desapareciera.


Se levantó del poyo de piedra para seguirle por esas calles, vacías de gente pero no de vida. Vivía en uno de esos pueblos aragoneses de pura cepa, cálidos en invierno y en verano, donde la población a cuatro patas superaba con creces a la de dos.


Recorrieron una calle, otra, bordearon una esquina, hasta traspasar la puerta que había quedado entreabierta. Entonces recordó la primera vez que lo había hecho:


“Doña Lola, traigo estos tomates y borrajas de parte de mi padre”. Entró corriendo, sin fijarse en la pequeña que, al recibir su impacto, cayó rodando por el suelo. Era la nieta de doña Lola, la que sería su compañera de juegos durante…


Ya ni se acordaba de los años y allí estaba… en su sillón, como si durmiera… Rosco había adivinado que ya no despertaría.



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